Hoy no me he levantado, ¿Es importante?
El techo es gris. No el color exacto, sino el tono emocional. Podría ser blanco roto, pero para mis ojos, es solo una gran superficie plana que no exige nada. Y eso me gusta.
Hoy he decidido no levantarme. No es una decisión activa, del tipo “voy a rebelarme contra el sistema”, sino más bien una inercia dulce, un deslizamiento suave hacia la quietud. El cuerpo está aquí, en la cama, envuelto en las sábanas que se sienten como un capullo gastado y seguro. El mundo está ahí fuera, haciendo su molesto ruido de existencia. Gira, avanza, exige. Yo, no.
Y la pregunta, la única pregunta que importa ahora, se enrosca en mi pecho como un gato dormido: ¿Qué importa si no me he levantado hoy?
La respuesta que busco no es biológica (obviamente, no moriré por saltarme un día). Es existencial.
¿Importa a nivel cósmico? No. El sol salió sin mi aprobación y se pondrá sin mi presencia.
¿Importa a nivel social? Quizás. Alguien notará el mensaje no contestado, el espacio vacío en el aula o la silla de la oficina.
Pero esa importancia es prestada, es una función de mi rol. Si mañana me reemplazan con otra pieza, el mecanismo seguirá funcionando.
La verdad aterradora es que no. No es importante.
Aquí, acurrucada, estoy ejerciendo una forma de nihilismo práctico. Si la vida es absurda, si no hay un propósito predefinido, si soy un accidente de la biología y la contingencia, entonces mi inacción no resta ni suma nada al gran vacío. Es una ecuación con cero a ambos lados.
Esta inmovilidad es mi protesta. Es mi manera de decirle al universo: “Me arrojaste aquí sin mi consentimiento, sin manual y sin sentido. Pues bien, aquí me quedo. No voy a jugar.” Es el máximo acto de negación: negar la validez de la acción misma.
Mis músculos están blandos, pero mi mente está afilada en un punto de dolor punzante. Porque en el fondo, sé que debería importar. Debería haber un motor interno, una voluntad feroz, que me impulse a ser y a hacer. Pero ese motor está oxidado, cubierto de una melancolía espesa que lo inutiliza.
Si mi “Ser-en-el-Mundo” (esa ridícula jerga que leí una vez) es mi proyecto, mi proyecto hoy es el blanco roto del techo. Un proyecto de inercia y silencio.
Y sí, al no moverme, estoy tomando una decisión, una elección radical: la elección de no elegir. Es mi manera cobarde y cómoda de abrazar la libertad total, la que solo se manifiesta cuando te das cuenta de que puedes no hacer absolutamente nada y el universo ni siquiera pestañeará.
Así que sigo aquí. No por debilidad, sino por un ejercicio de incredulidad. No creo en el día, no creo en las metas, no creo en la supuesta belleza de "empezar de nuevo". Solo creo en el peso de mi cuerpo contra el colchón y la inmensa, liberadora, y a la vez, aterradora indiferencia de todo lo demás.
Mañana, la pregunta volverá. Y mi respuesta, probablemente, será la misma. Y la vida, la condenada vida, seguirá siendo lo suficientemente insignificante como para que nadie lo note.