Cuando la nieve cae

Un lugar que no es Ciudad

«Los hombres de ciencia sospechan algo sobre ese mundo, pero lo ignoran casi todo. Los sabios interpretan los sueños, y los dioses se ríen». 

- H.P. Lovecraft.  

 

A medida que subía la Gran Montaña el viento se hacía más frío, produciendo en mí un ligero cosquilleo. Llevaba mucho tiempo caminando intentando alejarme de ese lugar, de ese lugar que me vio morir. A lo lejos podía observar el gran lago de aguas congeladas. El cielo se dejaba observar con una tonalidad cardenalicia, como acuarelas purpureas terminadas en destellos dorados; sin duda era un bello atardecer.

El camino se hacía pesado y el follaje más denso, un cúmulo de rocas sueltas aparecían a cada tanto. La punta ya se divisaba, solo era cuestión de tiempo. Era difícil, pero pronto llegaría a mi primera parada, pronto llegaría a Un lugar que no es Ciudad.

Después de un último esfuerzo pude llegar a lo más alto de la Gran Montaña. El Bosque Negro se extendía hasta donde la vista alcanzaba, inundándolo todo como un brutal mar de sombras. Podía sentir como el sudor bajaba por mi rostro y como mis rodillas cedían, sin lugar a duda había sido un largo recorrido cuesta arriba. A partir de ahí, si ponías la suficiente atención, Un lugar que no es Ciudad salía de su escondite.

Un lugar que no es Ciudad era un pequeño pueblo de casi 500 habitantes, era uno de esos lugares que la mayoría prefiere olvidar por la cantidad de historias atroces que se cuentan sobre él. La verdad era que el pueblo se había construido como un refugio para aquellos que lograban escapar de la maldición de Ciudad. Era solo una parada, aunque algunos decidían quedarse.

El camino cuesta abajo fue mucho más sencillo, tanto que temí se tratara de una ilusión. El olor a abedules, pinos, oyameles, tan limpio; tan refrescante. Era como volver a nacer. La tierra estaba húmeda y se hundía un poco a cada paso que daba, dejando suaves huellas a lo largo del camino. El pueblo estaba solo a un paso, el ajetreo comenzaba a escucharse; murmullos cálidos como el hogar.

Aquel pueblo lleno de renegados, de personas en busca de la felicidad. Era increíble encontrar un rincón tan hermoso tan cerca de Ciudad, después de todo solo se encontraba a dos kilómetros después de cruzar Las llanuras humeantes y atravesar la Gran Montaña. Una chica de rizos color cobre y ojos vivarachos notó mi presencia y alertó a unos cuantos de mi llegada.

Un hombre de avanzada edad y de cabello entrecano se acercó a mí, ofreciendo llevar mi mochila. Uno de sus ojos era completamente blanco, y sobre uno de sus pómulos se dibujaba una escueta cicatriz rosada. Su nombre era Mint. Mientras caminábamos al centro del pueblo intentó sacarme un poco de información. Por lo visto todos los pueblerinos estaban deseosos de conocer al recién llegado.

— En un lugar como este es de buena suerte tener un nombre, ¿o lo has olvidado ya? — Su voz profesaba la calma de quien ha vivido muchos años.

— Aún no... Jack Apricot. —Hacía tanto que no pronunciaba nada, mis palabras sonaron pastosas.

—Es un nombre adecuado, no lo olvides. Tu nombre te protegerá de todos los peligros que te esperan.

Nos detuvimos y nos quedamos fijamente. Estaba claro lo que me pedía, yo no era bienvenido aquí.

— Creí que esto era...

— Pues creíste mal, ahora lárgate antes de que esto se ponga feo.

Su voz seguía siendo tranquila, aunque era rígida. Todos en el pueblo me miraban enojados, y yo seguía sin comprender. No entendía a que se debía todo eso. ¿Que no era El lugar que no es Ciudad un pequeño rincón que acogía a todo aquel que podía escapar de las garras de Ciudad?

— Sé lo que piensas, pero tú aún no escapas de ella. Tu mente así lo quiere creer, y tal vez eso sea lo mejor; tal vez lo mejor sea que sigas tu camino y nos dejes en paz. Solo queremos sobrevivir, no lo hagas más difícil.

— ¿Pero qué dice? ¿Acaso no me ve aquí? ¿Acaso lleva tanto tiempo en este pueblucho de mierda que le han crecido hongos en su cabeza? Si estoy aquí es porque logré escapar.  —Era complicado mantener la compostura, estaba enfadado.

Mint me dedicó una mirada enfurecida, y lanzó mis cosas haciendo que estas se salieran de su lugar. Corrí a recogerlas y pude notar en mi espalda los ojos de los demás, los cuchicheos. Como si yo fuera un ser despreciable. La chica pelirroja corrió hacia mí ayudando a recolectar mis cosas, al final de la tarea me regaló una hermosa sonrisa. Al menos aún quedaba un poco de bondad en el mundo. Ella fue hacia Mint y mediante un pequeño intercambio de palabras se decidió que podía quedarme solo una noche en el pueblo, lo suficiente para descansar y abastecerme.



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En el texto hay: depresion, ficciongeneral, drama

Editado: 10.04.2018

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