Capítulo 2 — El primer día contigo
15 de agosto de 2020
No pude dormir.
Pasé la noche entera pensando en él, en sus ojos oscuros y esa forma en la que me miró como si el resto del mundo no existiera. Cada vez que cerraba los ojos, revivía el momento en que dijo mi nombre. Ayleen. Nunca nadie lo había dicho con tanta suavidad.
Esa mañana, me levanté con una sonrisa que no podía borrar. El sol apenas asomaba entre las cortinas cuando fui al baño y dejé que el agua tibia me despertara. Cada movimiento, cada elección de ropa, cada toque de perfume tenía un propósito: verlo otra vez.
Mientras me peinaba, la música sonaba suave en el fondo, y el reflejo del espejo mostraba a una chica distinta. Más nerviosa, sí, pero también emocionada. No era solo una cita; era el comienzo de algo que no sabía cómo nombrar, pero que me hacía sentir viva.
El teléfono sonó.
 Mi corazón dio un salto.
—Hola —dijo su voz al otro lado—. Ya voy para allá. Solo paso por mi hermana para que te dejen salir, ¿vale?
Sonreí, aunque en el fondo hubiera querido decirle que viniera solo.
 —Sí, claro. Los espero —respondí, tratando de sonar tranquila.
—Vale, nena. Te veo en unos minutos —dijo antes de colgar.
Caí sobre la cama, riendo nerviosa, abrazando una almohada como si con eso pudiera contener toda la emoción que me recorría el cuerpo.
Minutos después, escuché un claxon afuera. Respiré hondo, tomé mi bolso y bajé. Roxana me saludó con la misma energía de siempre, pero mis ojos solo buscaban a Adam.
 Y ahí estaba. De pie, esperándome, con esa sonrisa que ya empezaba a ser peligrosa para mi tranquilidad.
Caminamos juntos hasta el parque, hablando de cosas simples, riendo por tonterías. El aire olía a verano y el cielo se teñía de un azul claro que parecía acompañar mi felicidad.
En el puente del parque, Roxana tomó una foto nuestra. Mi sonrisa salió nerviosa; me sentía pequeña a su lado, apenas llegándole al pecho, pero segura en su presencia.
Luego nos sentamos en una estructura de forma ovalada, uno al lado del otro. El tiempo pareció detenerse mientras hablábamos de todo: nuestros gustos, sueños, anécdotas, metas. Él me escuchaba con atención, sin mirar el celular, sin distracciones. Solo yo.
Al caer la tarde, caminamos de regreso. Antes de despedirse, Adam sacó algo de su bolsillo y me lo tendió.
 Eran unos chocolates envueltos en papel brillante.
—No es gran cosa —dijo, rascándose la nuca—. No tengo mucho dinero, pero… es con cariño.
Lo miré y sentí un nudo en la garganta.
 —Son perfectos —le respondí con una sonrisa sincera.
Porque no eran los chocolates, ni el gesto. Era él.
 Su sencillez, su manera de mirarme, la forma en que hacía que lo simple pareciera importante.
Esa noche, mientras guardaba los envoltorios en una cajita —como si fueran un tesoro—, comprendí que a veces los pequeños detalles son los que más marcan el corazón