Estábamos desayunando en la cocina y vimos aparecer a Irene. Tenía buena cara. Parecía hasta contenta. Se acercó a Pedro, le cogió la cara entre las manos y le plantó un beso en la boca.
La expresión de él, cuando por fin lo soltó, era de incluso más estupefacción que la mía.
Habíamos estado conversando acerca de lo que podría ser más conveniente contarle cuando se despertara; pero este escenario concreto no lo habíamos considerado.
Pedro me miró y me dio la impresión de que, mezclado con el desconcierto, había algo de miedo en sus ojos.
Irene creo que no había estado más relajada en su vida.
–Buenos días, Sofía. ¿Qué tal?
Posé lentamente la taza sobre el plato, intentando ganar tiempo para pensar.
–Bien. ¿Has podido descansar?
Una gran sonrisa le iluminó el rostro.
–Bueno… algo hemos descansado ¿verdad? –Le lanzó una mirada cómplice a Pedro–. Pero, en serio –continuó, dirigiéndose a él–, no vuelvas a dejarme ir descalza por el parque. Hago muchas tonterías cuando bebo; y, ¡mira! ¡Tengo los pies hechos polvo! –Terminó riéndose a carcajadas, a pesar de que, efectivamente, los pies debían de dolerle. Sin duda, la euforia del enamoramiento consumado (o ella así lo creía) era tan poderosa que espantaba cualquier otro mal.
–Tengo que comentarle una cosa a Sofía –le dijo Pedro, levantándose e invitándome a salir al salón–. Prepárate un café. Hay cruasanes en ese armario.
–Creo que entiendo lo que pasa –comenzó, una vez fuera.
–Sí, yo… creo que también. Es como cuando te cruzas con un antiguo compañero de clase por la calle, luego ves en las noticias que se ha estrellado un avión y, por la noche, en la cama, tienes frío. Y sueñas que ese antiguo compañero va en un globo y cae en un lago congelado.
Pedro me miró con alivio y admiración.
–¡Sí, exacto!
–Irene recuerda que estuvo descalza en el parque por la noche, de lo cual ha deducido que se emborrachó; y se ha despertado en tu cama, de lo cual deduce… –Me pareció que no se atrevía a terminar mi frase para no meter la pata–. Está colada por ti. Y ha fabricado en su mente una explicación que la satisface completamente. Es más, parece bastante segura de lo que ella piensa que ha pasado. ¿O ha pasado?
–¿Cómo dices?
–Bueno, estuve un rato grande en mi habitación. No sé dónde has estado tú.
–¡He estado tumbado en el sofá! ¡Escuchándote hacer cábalas en tu cabeza sobre qué narices podía ser aquello suave y caliente que mencioné!
Mierda. Me puse colorada.
–¿Puedes oír ahora lo que pienso?
–No. Y durante el desayuno tampoco. Ya lo sabes. Me lo has preguntado unas cinco veces. Debe de ser algo que viene y va. No lo controlamos.
Resoplé. Pero tenía razón.
–Y ¿qué vamos a hacer?
–¿Le digo la verdad?
Decidí ser inteligente y analizar la cuestión desde el punto de vista de nuestra seguridad.
–No. Es mejor que, de momento, crea que lo que pasó anoche entra dentro de… digamos… lo normal. Hasta que sepamos cómo salir nosotros de este entuerto.
Pedro se sentó en el brazo del sofá y se pasó la mano por el pelo.
–¿Es un entuerto o es como va a ser el resto de nuestra vida?
Era una buena pregunta.
Lo dejé en la cocina con Irene y fui a prepararme para ir a trabajar. Pero, cuando miré el móvil, vi que mi hermana me había enviado un mensaje: No vengas. Luego te explico.
Estupendo. Con todo lo que me estaba ocurriendo, lo que me dio por pensar en ese momento fue que había sido un error dejar el trabajo del hotel. Si ayer había dedicado la tarde a pasear a mi tía y hoy ni siquiera iba por allí, ¿realmente podía esperar tener una nómina normal a fin de mes?
Parecía ridículo que eso me preocupara ahora, pero, a decir verdad, me agobiaba bastante la idea de quedarme sin empleo.
Me senté en la cama y apoyé la cabeza en la almohada. Empezaba a dolerme.