–Esto no es un entrenamiento, es una preparación. Os explicaré la teoría y hasta que llegue el momento no tendréis ocasión de practicarlo.
–¿Por qué? –solté. Estaba decidida a no hablar con el representante de un grupo de asesinos, pero, por alguna razón, a pesar de su gesto malhumorado, me costaba verlo así.
–Porque el riesgo es demasiado alto. Si lo hacéis bien, borraréis al sujeto.
–¿Quieres decir que si practicáramos contigo, te borraríamos a ti? –preguntó Pedro casi sonriendo.
–Bueno… Eso sería bastante difícil –respondió el Van, intentando no hacer muy patente su condescendencia.
–Entonces, todo esto de la preparación no es más que un puro paripé. Pedro no tiene posibilidades de conseguirlo, mientras que si fueras tú… Esto sólo es para meterlo a él en la boca del lobo y vosotros iros con las manos limpias.
–No es así –me respondió el Van, mucho más tranquilo de lo que yo habría esperado–. Una vez os explique el procedimiento, será probable que podáis conseguirlo incluso la primera vez que probéis. No con un camaleón (eso requiere más práctica), pero sí con un Van ordinario. De todas formas, sí, es cierto que yo tendría más probabilidades de éxito. Pero, por otra parte, también les soy más valioso. De manera que, si sale mal, mejor perder a Pedro que a mí.
–¿Porque eres más experto? –pregunté, un poco desafiante. Me estaba cabreando la idea de que algo malo le pasara a mi amigo.
–Principalmente, porque yo he demostrado mi fidelidad; lo cual es todavía más importante.
Decidí no preguntar nada más y dejar que hiciera su exposición. No obstante, no me había pasado desapercibido el hecho de que su última aseveración no hubiera tenido un tono de orgullo. Se había tratado únicamente de la constatación de un hecho, teñida, me pareció a mí, de incluso algo de pesadumbre.
En la teoría, el procedimiento para borrar a otro telépata nos pareció relativamente sencillo. Lo veríamos en nuestra mente. Debíamos tocar su frente con el dedo (virtualmente) y ya está. Su capacidad quedaría eliminada para siempre. Algo así como tener un dedo virtual churruscante y freír la neurona telépata de nuestro adversario (esto último me lo imaginé yo para entenderlo mejor).
–¿Y eso es todo? –le preguntó Pedro cuando el Van se quedó callado.
–A grandes rasgos, sí. Podéis practicar entre vosotros sin llegar a culminarlo.
Nos miramos como si nos hubieran invitado a probar un juego nuevo.
–¿Ahora?
–No. Tenéis tiempo de aquí a pasado mañana. El sujeto estará en una reunión de trabajo y será más vulnerable.
–¿De trabajo… con otros telépatas?
–No. Su trabajo ordinario. Por eso estará con la guardia más baja. Aunque lo de tener problemas con su mujer lo tendrá alterado y eso jugará en tu contra.
–No se os escapa nada –intervine. Hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa, pero no le salió bien–. ¿Pensáis hacerle daño?
–¿A quién?
–A mi hermana.
Lo pensó un momento.
–Sólo si se resiste.
Noté cómo se me encogía el estómago. Miré a Pedro y vi también su cara de preocupación.
–¿Qué es lo que consideráis resistencia? –continué, procurando mantener la calma.
–No querer colaborar cuando se la requiera o unirse a otro grupo distinto.
Su frialdad estaba empezando a enervarme. Me vino a la cabeza el encuentro con aquel hombre en la cocina. Y, entonces, actué sin pensar y de manera completamente temeraria.
–¿Es que no tienes familia, alguien a quien quieras, una novia? ¿No sería terrible para ti que los amenazaran?
Pedro me miró espantado. Lo estaba provocando; a alguien sin escrúpulos que trabajaba para gente con aún menos escrúpulos. Nos estaba poniendo en peligro a todos. Y, entonces, el salón desapareció. Me encontré en un coche, una soleada mañana de verano. Yo iba en el asiento al lado del conductor. Sólo que no era yo; era otra mujer. Y alternativamente la veía a ella y veía por sus ojos, como ocurre muchas veces en los sueños. Como me había ocurrido cuando había presenciado la muerte de Luis.