Cuando marca la hora

Las Puertas del silencio

La sala era blanca. Demasiado blanca. Vacía como el eco de un pensamiento que no se atrevió a decirse.
Latafa respiraba con dificultad. El aire olía a lejía, y el silencio dolía como un grito ahogado.
La espada colgaba sobre su espalda y una pequeña pistola descansaba en su cintura, tan fría como su estómago vacío.

En el suelo, una carta con letras inclinadas decía:
"El juego solo comienza cuando renuncies."

A su lado, una fotografía. Su familia.
Todos sonreían.
.... Menos ella.

La sostuvo en sus manos. Observó cada rostro como si fueran fantasmas que la visitaban una vez más.
Quemarla significaba cortar el hilo con su mundo anterior. Admitir que no quedaba nada por qué volver.

Sus dedos temblaron. No por miedo, sino por algo más íntimo: la duda.

Minutos después, una llama se alzó. El fuego consumió papel, pero no historia. Y el humo se elevó como un suspiro que el sistema aceptó sin cuestionar.

Fue entonces cuando las paredes comenzaron a vibrar.

Frente a ella aparecieron tres puertas negras, sin marco, suspendidas apenas sobre el suelo.
Cada una tenía un símbolo dorado:
— Un ojo cerrado.
— Un corazón roto.
— Un reloj sin manecillas.

Una voz, árida como piedra vieja, habló:
"Solo una te llevará al inicio. Las otras, al vacío."

“Inicio”. La palabra flotó en su mente como un eco lejano. No tenía nada que perder… pero tampoco sabía qué buscaba.
Eligió por instinto. El ojo cerrado le pareció menos amenazante.

Cruzó.

Un golpe de viento húmedo le rozó la piel. Sus pies pisaron tierra blanda, cubierta de pasto espeso y raíces como venas abiertas.
Un bosque. Verdoso. Denso. Vivo.

El aire olía a savia. La luz era escasa, filtrada entre ramas anchas como columnas.
Pero no había agua.

Caminó durante horas. El verdor engañaba. No había ríos, ni charcos, ni siquiera humedad entre las hojas.
Solo silencio.

Entonces lo recordó:
"El agua saldrá cuando ellos se echen a descansar."

La frase era enigmática. “Ellos”. ¿Quiénes eran?
No lo sabía. Pero algo dentro de ella intuía que no debía olvidar esas palabras.
Las guardó en su mente, como quien guarda un fósforo seco antes de una tormenta.

Avanzó con pasos silenciosos. Sus sentidos afinados por el hambre, la tensión y la incertidumbre.
El bosque era un susurro constante, pero en ese momento… algo cambió.

Un crujido.
Luego otro.
Pequeños. Lentos.
Demasiado ordenados para ser el viento.
Demasiado suaves para ser una bestia.

No eran ramas cayendo, ni un animal pequeño…
No.
Algo se movía con una cadencia casi humana. O peor.

El instinto le gritó antes que el miedo:
“Muévete.”

Pero debía hacerlo con cuidado. Un solo error podría delatarla.
Lentamente, sin levantar del todo los pies del suelo, Latafa retrocedió entre las raíces, apartando ramas con movimientos suaves, silenciosos.
No sabía qué era lo que se acercaba.
Pero sí sabía una cosa: no la estaba buscando por accidente o bueno eso creía ella.

Y en ese mundo sin lógica, eso lo hacía aún más peligroso.




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