Cuando me enamoré sin querer

CAPÍTULO 1 – EL MENSAJE QUE NO DEBERÍA HABER MANDADO

Si yo hubiera sabido que apretar un botón sería el acto más catastrófico—y a la vez milagroso—de mi vida, probablemente habría dejado el teléfono en modo avión y me habría dedicado a regar plantas, dormir una siesta o cualquier actividad que no implicara arruinar mi futuro sentimental.

Pero no.

Yo, Martina Fuentes, experta en meter la pata con elegancia y timing cinematográfico, decidí enviar el mensaje equivocado a la persona equivocada en el momento exacto en que todo podía salir peor.

Y sí, salió peor.

Todo empezó un martes. Los martes siempre fueron días traicioneros para mí: ni avanzan como los lunes ni prometen nada como los viernes. Son como un limbo existencial en el que cualquier cosa pasa y ninguna es buena.

Ese martes, además, yo estaba especialmente vulnerable. Tenía sueño, hambre, un ligero resentimiento hacia la humanidad y un café que sabía a arrepentimiento puro.

—Necesito vacaciones de ser yo —murmuré mientras me sentaba frente a la laptop en la oficina.

Mi mejor amiga y compañera de cubículo, Sol, asomó la cabeza por encima del panel separador como un gato curioso.

—¿Otra vez drama existencial? ¿Qué hiciste ahora?

—Respirar. La gente debería agradecer que lo siga haciendo.

—Ajá, ya veo que despertaste filosófica —dijo Sol con una sonrisa—. ¿Quién te escribió?

Ahí estaba el punto. Él me había escrito.

Él: mi ex, Tomás, el hombre que convertía mis emociones en una montaña rusa sin arnés.

Leí su mensaje por enésima vez:

“Martu, hablamos? Quedaron cosas pendientes. Nada grave, solo quiero cerrar bien todo.”

Cerrar bien todo.

¿Qué significaba eso?

¿Cerrar bien como amigos? ¿Cerrar bien como arrepentimiento? ¿Cerrar bien como “me equivoqué, volvé”?

¿O cerrar bien como “me voy a casar con otra mañana y te aviso por educación”?

Mi cerebro hizo todas las opciones en simultáneo, incluso la que involucraba una abducción extraterrestre que lo hiciera reflexionar sobre sus decisiones románticas. Pero igual no respondí. Lo dejé en visto, como una adulta emocionalmente madura (mentira).

Después de veinte minutos de análisis obsesivo, Sol ya estaba harta.

—Contestá algo, nena. Aunque sea un emoji.

—¿Qué emoji expresa “no sé si te odio, te extraño o necesito terapia urgente”?

Sol levantó tres dedos.

—En ese orden: la calaverita, el corazón roto y el psiquiatra.

Me reí, medio por nervios, medio por desesperación.

Pasó otra media hora. Yo seguía mirando el chat como si fuera una bomba que podría explotar en cualquier momento. Y ahí, en ese estado de fragilidad emocional y café frío, cometí el error del siglo.

Escribí un borrador, algo catártico, intenso y para nada sano:

“No sé si me buscás porque estás arrepentido o porque te aburriste de tus dramas. Pero yo no soy un reciclaje emocional, Tomás. Y si querés hablar, va a ser cuando yo esté lista, no cuando se te ocurra sentir culpa.”

Lo escribí solamente para desahogarme.

Solo para verlo en pantalla y liberar presión.

NADA MÁS.

Pero mis dedos, estas pequeñas extremidades traicioneras que deberían venir con manual de seguridad, decidieron que era buena idea tocar ENVIAR.

Yo no toqué ese botón.

Lo juro.

O al menos no conscientemente. Fue un reflejo. Un tic. Un acto de vandalismo emocional de mi subconsciente.

Cuando levanté la vista de la pantalla, el mensaje ya tenía un horrendo y despiadado cartelito gris:

Enviado.

Yo quedé paralizada, sin aire, sin pulso, sin dignidad.

—No. No, no, no, NO —susurré en incremental desesperación.

Sol escuchó mi tono y saltó del asiento.

—¿Qué hiciste?

—Algo terrible. Algo que va a afectarme por generaciones. Mis futuros hijos van a sentir la vergüenza genética.

—Mostrame —dijo, arrebatándome el teléfono.

Leyó.

Abrió los ojos.

Hizo un sonido entre un suspiro y un insulto.

—Martina, vos necesitás supervisión adulta para usar un celular.

—¡No era para mandar! Era para… procesar… no sé…

Sol me miró con compasión profesional.

—¿Querés que finjamos tu muerte? Puede funcionar.

Yo asentí seriamente.

La idea tenía mérito.

Pero todo empeoró cuando mi teléfono vibró.

Era una notificación.

De él.

—Ay, Dios —dije llevándome la mano al pecho.

Sol abrió grande los ojos.

—¿Respondió?

—No quiero ver. No quiero vivir esto. Sacame el teléfono, Sol, tiralo por la ventana, quemalo, enterralo, no sé.

—Lo voy a abrir —dijo con serenidad quirúrgica—. Alguien tiene que ser valiente en esta amistad.

Yo cerré los ojos.

Escuché su silencio.

Silencio largo.

Preocupante.

Horrendo.

—¿Qué dice? —pregunté sin abrir los ojos.

—Mmm… —titubeó—. No sé si querés saber.

—Decímelo ya —dije, estirando la mano.

Sol respiró hondo, me devolvió el celular y dijo:

—Martu… ese mensaje… no se lo mandaste a Tomás.

Yo abrí los ojos.

—¿Cómo que no?

Ella señaló la pantalla con un dedo tembloroso.

Y ahí estaba.

NI siquiera el destino se molestó en ser sutil.

El mensaje no había sido enviado a “Tomás”.

Sino a…

Leandro Bossi — JEFE DIRECTO — Online

El hombre más serio, impecable, intimidante y hermosamente fuera de mi liga que había conocido en mi vida.

Yo quedé muda.

En shock.

Deseando desmaterializarme.

Y encima, el mensaje que me había respondido él decía:

“Creo que necesitamos hablar. Hoy.”

Había dos tipos de silencios en el mundo:

  1. El silencio incómodo.
  2. El silencio previo a un meteorito emocional.

Yo estaba claramente en el segundo.

—Martina… decime que esto es un chiste —balbuceó Sol.

—Ojalá. Ni yo me creo mi vida en este momento.

—¿Por qué, JUSTO HOY, le mandaste eso a tu jefe?

—¡No sé! Mi celular decidió sabotearme. Tiene vida propia. Es una entidad malvada con Wi-Fi.



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En el texto hay: comedia, comedia romantica, contemporanea

Editado: 27.11.2025

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