Rita siempre dijo que solo entraría a un gimnasio si la perseguía un zombie, un perro enojado o la vida misma le daba un ultimátum. Y, bueno… la vida se lo había dado.
Más precisamente, Lucas.
Después de la montaña rusa emocional del día anterior, no había dormido. Y cuando amaneció, con cara de derrota épica, decidió que necesitaba hacer algo radical para “resetear su energía”. En internet, eso significaba:
—“Cuando estés triste, movete.”
En la vida real significaba:
—“¿En qué momento pensé que este top deportivo era buena idea?”
El gimnasio olía a mezcla de perfume importado, goma quemada y sufrimiento humano. Todo brillaba: las luces, los espejos, las máquinas… y la gente.
Especialmente la gente.
Ella entró intentando parecer segura, pero su zapatilla se enganchó en nada —porque eso le pasaba— y casi besa el piso. Lo recuperó a tiempo, como si hubiera ensayado un paso de salsa improvisado.
—Wow —murmuró el recepcionista, sorprendido—. Buen equilibrio.
—Sí… es… natural —respondió Rita, mintiendo incluso con los músculos de la cara.
La chica del mostrador le dio un pase diario y un locker. Rita caminó como si supiera perfectamente adónde iba, aunque en realidad hizo un recorrido en zigzag digno de una Roomba averiada.
Mientras intentaba entender cómo ajustar una máquina de remo (“¿Esto es para brazos? ¿Para piernas? ¿Para sufrir en general?”), escuchó los sonidos profundos de alguien ejercitándose detrás. Ese tipo de sonido que solo hace un hombre fuerte, concentrado, con respiración marcada que parece salida de una película.
Y fue cuando se dio vuelta.
Lo vio.
A él.
Lucas.
Sudado.
Brillando.
Con remera gris pegada al torso.
Con auriculares y expresión seria mientras levantaba pesas que parecían diseñadas para una persona con superpoderes.
Rita sintió que la sangre le bajaba tan rápido de la cabeza que por un segundo creyó que iba a desmayarse. No por romanticismo: por vergüenza pura.
—No, no, no, no, NO —susurró detrás de un mechón de pelo que se escapaba de su cola—. De todos los gimnasios del planeta…
Pero el universo tenía humor propio, y del cruel.
Lucas levantó la vista justo cuando ella retrocedió… y chocó la rodilla contra la máquina del costado. El golpe hizo un ruido tan fuerte que varios miraron, incluido él.
Sus ojos se encontraron.
Rita quedó congelada, con la expresión exacta de alguien atrapado robando galletitas.
Lucas se quitó un auricular.
—¿Rita?
No era posible que su voz sonara tan bien dentro de un gimnasio. No era justo.
Ella respiró profundo para responder algo digno. Algo maduro. Algo que demostrara que tenía su vida bajo control.
—Yo no estaba acechándote —soltó.
Bien. Magnífico. La frase del año.
Lucas abrió los ojos, sorprendido… y después soltó una risa baja, suave, que a Rita le derritió las defensas.
—No pensé que lo estuvieras haciendo —respondió él—. Pero ahora empiezo a dudar.
Rita quiso hundirse bajo la máquina.
—Solo… vine a entrenar —dijo, como si llevara una década haciéndolo.
—¿Entrenar? —Lucas arqueó una ceja, divertido—. ¿Con la máquina al revés?
Rita miró hacia abajo.
Sí.
La máquina estaba literalmente del otro lado.
Retiró la pierna con dignidad inexistente.
—Es… una técnica nueva. Muy avanzada.
Lucas dejó las pesas, se secó con una toalla, y caminó hacia ella. No rápido, no lento. De ese modo que hacía que una simple caminata pareciera algo importante.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Rita sintió que las luces del gimnasio se volvían más cálidas. O era su cara ardiendo, no estaba segura.
—Si querés, te enseño —ofreció él.
Ella tragó saliva.
No estaba lista para estar tan cerca.
No después del mensaje.
No después del “cuando estés lista”.
Pero justamente por eso dijo:
—Sí. Dale.
Lucas sonrió. No la sonrisa amplia del día anterior, sino una más suave, casi nueva. Una que no había visto antes.
Y mientras él ajustaba la máquina para mostrarle cómo funcionaba, Rita se preguntó si el universo realmente la odiaba… o si estaba, por primera vez en mucho tiempo, dándole una segunda oportunidad.
Lucas se agachó frente a la máquina de remo, ajustando un seguro que Rita ni sabía que existía. Ella estaba de pie, intentando aparentar tranquilidad, aunque por dentro su corazón estaba haciendo algo entre zumba, jazz y cardio avanzado.
—Listo —dijo él, levantándose—. Probemos.
Probemos.
Una palabra inocente, pero que en boca de Lucas sonaba a pacto, a algo compartido, a algo que empezaba ahí, entre el olor a desinfectante y la música electrónica de fondo.
Ella se sentó en el asiento, con las piernas estiradas y las manos en los agarres. Lucas estaba a un paso, demasiado cerca para que su respiración no la rozara, demasiado lejos para no desear que estuviera más cerca aún.
—Tenés que mantener la espalda recta —indicó él, tocándole apenas el hombro para corregir la postura.
Ese toque fue como un relámpago que bajó por su columna vertebral y le movió todas las certezas.
—Así… ¿mejor? —preguntó Rita.
—Mm… casi. Un poco más —dijo él mientras se inclinaba hacia adelante.
Y ahí ocurrió.
Lucas quedó detrás de ella, con el torso inclinado lo suficiente como para que su pecho rozara levemente su espalda. No fue un accidente, pero tampoco una intención evidente. Fue ese tipo de cercanía que te suspende entre dos respiraciones.
Él acomodó sus manos en los agarres, guiando las de ella.
—El truco es acompañar el movimiento —explicó, muy cerca del oído.
Rita ya no sabía si estaba remando o derritiéndose en cámara lenta.
—Primero tirás con los brazos, después con las piernas. Suave —continuó él.
Ella intentó hacerlo.
Intentó.
Pero la máquina hizo un ruido extraño, como un clack metálico, y de algún modo —todavía no registrado por la física humana— ella terminó impulsándose hacia atrás demasiado rápido.