Cuando me enamoré sin querer

CAPÍTULO 3 – Cuando Él Sonrió y Todo Se Complicó

Si alguien me hubiera dicho que una sonrisa podía arruinarte la mañana entera, yo hubiera pensado:

Exageración. Drama. O quizás una pobre víctima de brackets mal ajustados.

Pero no.

Resulta que su sonrisa —la de Tomás, el hombre que apareció en mi vida con la sutileza de un meteorito rosado con olor a café— puede provocar terremotos emocionales, caos organizacional y una cantidad preocupante de pensamientos no aptos para una mujer que intenta ser profesional.

La mañana después del “episodio del charco”, como decidí bautizarlo, me despierto con una energía rara. No es ansiedad. No es felicidad. Es algo entre:

“Ay Dios qué vergüenza”

y

“¿Por qué demonios los hombres lindos existen si una no tiene la estabilidad mental para lidiar con ellos?”

Me miro al espejo.

Cara de recién-me-levanté-y-no-tengo-interés-en-mejorar.

Pelo rebelde.

Ojeras nivel maratonista de insomnio.

Y sin embargo… cuando recuerdo cómo me miró Tomás cuando dijo “Me gustó conocerte mucho más de lo que debería”, me sale una sonrisa idiota.

La odio.

La amo.

Me asusta.

—No puede gustarte —me digo a mí misma, señalándome con el cepillo de dientes—. NO. Puede. Gustarte. Vos tenés reglas. Tenés un sistema de defensa emocional. Tenés dignidad.

Escupo.

Me miro otra vez.

Nop.

La dignidad no aparece por ningún lado.

Me visto. Armo la cartera. Rezo para no cruzarme con él otra vez en el café. Porque si lo hago, voy a hacer alguno de los siguientes movimientos, todos peligrosos:

  1. Reírme como hiena dopada.
  2. Sonrojarme como tomate recién cosechado.
  3. Tratar de actuar “casual” y terminar pareciendo un robot defectuoso.
  4. O, la peor de todas: coquetear sin querer.

Yo no coqueteo.

O bueno… no coqueteo a propósito.

Mi alma, en cambio, tiene otro plan.

La mañana avanza bien. Demasiado bien.

Y cuando un día empieza demasiado bien, ya sabemos cómo termina.

Estoy entrando a la oficina cuando escucho:

—¡Dai! ¡Esperá!

Mi alma se congela.

Mi corazón también.

Creo que hasta mi pelo deja de moverse.

Me doy vuelta.

Y ahí está él.

Tomás.

Sonriendo.

SONRIENDO.

Esa sonrisa no viene sola. Trae consecuencias. Trae finales alternativos. Trae desastres. Es como tocar un botón rojo: sabés que no deberías, pero querés hacerlo igual.

Tomás se acerca con pasos tranquilos, como si su presencia no provocara cortocircuitos en mi cerebro.

—Buenos días —dice, y su voz tiene esa mezcla perfecta entre suave, masculina y terriblemente peligrosa.

Yo hago lo que cualquier mujer adulta, madura y emocionalmente estable haría.

—¿Eh?

Sí. Eso digo. “¿Eh?”.

Con dos letras destruyo por completo mi reputación.

Él ríe.

—¿Dormiste mal?

—No, no, dormí… normal —miento con descaro.

Dormí como una persona que mira al techo preguntándose por qué un hombre desconocido puede desestabilizarla más que el dólar.

—Te traje algo —dice.

Y ahí es cuando mi corazón decide parar de latir cinco segundos.

TE. TRAJE. ALGO.

Esa es la frase más peligrosa que puede pronunciar un hombre a las 8 de la mañana.

Tomás levanta una cajita de cartón marrón, con una cinta azul. Pequeña. Liviana.

Parece un regalo.

PARECE UN REGALO.

—Es para que hoy no digas que fue “la primera impresión que nunca deberías haber tenido” —agrega.

Y me guiña un ojo.

Yo me quedo muda. Literalmente muda.

¿Quién soy? ¿Dónde estoy? ¿Por qué mi rodilla tiembla?

Él me entrega la cajita.

—Abrilo —dice.

Yo lo miro. Lo miro a él, a la caja, a mis manos temblando, a él otra vez.

—¿Qué es?

—Abrilo —repite, mordiéndose la sonrisa para no reírse de mi cara de pánico.

Abro la caja.

Respiro.

Contengo el aire.

Y ahí, adentro, veo…

Una toallita pequeña, color rosa pastel, bordada con hilo dorado.

Y una frase deliciosa, cursi, perfecta:

“Para futuros charcos inesperados.”

No sé si reír.

No sé si llorar.

No sé si abrazarlo.

No sé si correr.

Lo miro. Él me mira.

Y ahí está.

Esa sonrisa.

La que complica todo.

La que desarma mis defensas.

La que no quiero querer… pero ya empecé a querer.

—Por si volvés a mojarte cuando estés conmigo —dice, absoluto descarado.

Yo cierro la caja. Respiro hondo.

—No puedo aceptar esto —murmuro.

—Claro que podés —dice él—. Es un gesto de paz. O de reparación emocional. O de… —se acerca un poquito— curiosidad.

—¿Curiosidad? —pregunto.

—Sí… —acorta la distancia un centímetro más—. Tengo curiosidad por vos.

Mi cerebro hace error 404.

Mis pulsaciones hacen heavy metal.

Mi alma hace saltos ornamentales.

—Yo… tengo que entrar —digo, escapando como una gallina, pero con dignidad.

Él no insiste. Solo sonríe. Esa sonrisa.

Esa maldita sonrisa.

—Nos vemos después, Dai.

Y cuando entro al ascensor, la puerta se cierra.

Yo me apoyo contra la pared, agarro aire, cierro los ojos.

Y pienso:

Estamos en problemas.

Serios.

Profundos.

Deliciosos problemas.

Porque por primera vez en mucho tiempo, un hombre hizo algo que no deberían hacer:

pronunció mi nombre como si fuera una historia que quiere empezar a leer.

Y eso, esa sola cosa, es el comienzo exacto del caos.

La toallita rosa bordada permanece arriba de mi escritorio como un recordatorio permanente de que mi vida emocional se volvió un episodio de Netflix sin previo aviso.

Cada vez que levanto la vista, ahí está: mirándome con actitud pasivo-agresiva, como diciendo “¡Aceptá que te gusta, dale!”.

—No te voy a mirar —le digo en voz baja.

Pero la miro.

Mucho.

Demasiado.

Tanto que Sofi, mi compañera de escritorio, me sorprende en plena contemplación romántico–existencial de una toalla.



#4916 en Novela romántica
#1772 en Otros
#576 en Humor

En el texto hay: comedia, comedia romantica, contemporanea

Editado: 27.11.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.