Hay días que empiezan normales y terminan cambiándote la vida. El mío empezó con tostadas quemadas, una alarma que no sonó y un audio de mi mamá diciendo: “¿Te acordás que hoy es el cumpleaños de tu tía Norma? Venís, ¿no?”
La respuesta correcta era no, pero la culpa familiar tiene más fuerza que cualquier excusa adulta.
Me vestí rápido, me maquillé en el ascensor (casi me saco un ojo cuando frenó entre pisos), y salí apurada al mundo. En mi cabeza, el día era simple: pasar a comprar la torta, sobrevivir a los comentarios de mi familia, y evitar que mi tía me presentara a “un muchacho buenísimo que conoció en el súper”.
Spoiler: nada de eso iba a pasar así de fácil.
¿Por qué? Por él. Por Mateo.
Porque todo se complicaba cuando él aparecía… hasta lo simple.
Una mañana que ya venía torcida
Mientras caminaba hacia la panadería, revisé mi teléfono. Un mensaje de Mateo:
MATEO:
¿Vas a la oficina hoy? Puedo pasar a buscarte si querés.
Ese tipo de mensajes eran peligrosos.
No tenían nada raro… pero me hacían sentir cosas.
Le respondí rápido:
YO:
Hoy no voy, tengo cumpleaños familiar. Sobreviví por mí.
Segundos después:
MATEO:
¿Qué tan peligroso es el evento? ¿En escala del 1 al “¿Y el novio?”?
Me reí sola en la calle. La gente me miró.
Clásico.
YO:
Nivel “¿Y el nieto?”.
MATEO:
Uff. Bueno… si necesitás apoyo emocional, estoy a un mensaje de distancia.
Ahí me tocó el alma.
De una forma suave.
Imprevista.
Inoportuna.
Hermosa.
No quería que lo hiciera.
Pero lo hacía igual.
La panadería, la catástrofe y un déjà vu
Llegué a la panadería. Estaba llena, obviamente. Y yo sin tiempo. Cuando por fin me atendieron, pedí una torta de chocolate con frutillas. Perfecta, delicada, elegante.
Era preciosa.
Demasiado preciosa para estar en mis manos.
Mientras pagaba, entró una pareja peleándose. Se empujaron sin querer, la mujer tropezó, me chocó… y la torta voló en slow motion directo hacia el suelo.
Sí.
Otra vez.
Como en el capítulo uno.
—¡No, no, no…! —gemí, estirando las manos como si pudiera salvarla.
No pude.
La torta murió.
Terriblemente.
La chica que me había atendido me miró con tristeza.
—¿Otra igual? Te juro que pensé que la primera había sido mala suerte…
—Tengo un imán para el desastre —resoplé—. ¿Te queda alguna… medianamente parecida?
—Tengo una de crema chantilly con frutillas.
—No, crema no. Mi tía dice que le cae pesado y después me culpa a mí.
—Entonces… tengo una de limón.
—Me odia el limón.
—¿Y una chocotorta?
—Le recuerda a su exmarido.
La chica parpadeó.
Yo me encogí de hombros.
—Mi familia es complicada.
Mensaje inesperado
Mientras trataba de decidir qué torta arruinaría el cumpleaños de mi tía, vibró el celular.
MATEO:
¿Estás bien? No sé por qué, pero tengo el presentimiento de que estás teniendo un día difícil.
Me quedé mirándolo.
Ese mensaje.
Esa perfección accidental que él tenía para llegar justo cuando más lo necesitaba, aunque yo jamás lo admitiera.
Le respondí:
YO:
Acabo de matar una torta. Fue un accidente, lo juro.
MATEO:
Voy para allá.
Se me escapó un “¿Qué?” en voz alta.
Varias personas me miraron. Otra vez.
YO:
No hace falta. Ya estoy bien.
Pero él ya estaba escribiendo.
MATEO:
Demasiado tarde. Estoy a cinco cuadras.
Sentí algo raro en el pecho.
Ese tipo de rareza que te avisa que algo está por cambiar incluso si todavía no lo entendés.
La llegada de Mateo… y un temblor interno
Cinco minutos después, entró.
Mateo.
Con su remera negra, su sonrisa tranquila, y esa forma de buscarte en una multitud como si fueras lo único que quiere encontrar.
Y cuando sus ojos me encontraron…
Ay.
Algo me tembló adentro.
Algo que yo no había invitado.
Algo que no debería estar creciendo.
—¿Estás bien? —preguntó, acercándose.
—La torta murió —dije, señalando el suelo como si fuera una escena del crimen.
Él se rió bajito.
Y mi corazón también.
—Bueno, sobreviviremos —murmuró—. Siempre hay alternativas.
—Mi tía es alérgica a las alternativas.
Él levantó una ceja.
—Entonces… habrá que solucionar esto de otra manera.
—¿Cuál? ¿Milagros?
—No soy Jesús, pero manejo bien la improvisación —dijo—. Dale, vamos a elegir una nueva.
Y ahí estábamos: él, yo y treinta tortas que no queríamos.
Un momento demasiado dulce
Mientras discutíamos qué comprar, él tomó una torta de frutilla y la sostuvo con ambas manos, mirándome fijo.
—Si tu tía se queja —dijo—, yo me hago cargo.
—¿Vos?
—Sí. Le digo que la elegí yo. Y que la frutilla combina con todo.
Tragué saliva.
Demasiado tierno.
Demasiado protector.
Demasiado… él.
—¿Por qué harías eso? —pregunté sin pensarlo.
La pregunta se escapó como un secreto.
Él bajó la torta, se acercó medio paso…
y su voz se volvió suave.
—Porque a veces… no quiero verte luchar sola.
Ahí fue cuando mi corazón, que se había mantenido firme todo este tiempo, se dio por vencido.
Apenas un poquito.
Apenas lo suficiente para que doliera.
Y entonces… el caos otra vez
Compramos la nueva torta.
Salimos a la calle.
Y justo cuando yo estaba por agradecerle —de verdad, como si eso sirviera para frenar lo que empezaba a despertarme—, resbalé con algo en la vereda húmeda.
No fue un resbalón discreto.
No.
Fue uno de esos que parecen diseñados por la física cuántica para dejarte en ridículo.
Me fui hacia adelante.