Si yo hubiera sabido que esa noche iba a cambiarlo todo —absolutamente TODO— habría al menos planchado mi camisa preferida, la que hace que parezca una persona funcional.
Pero no.
Fui con la remera que uso para dormir.
Bueno… técnicamente no para dormir, sino para esas noches en que “solo voy a bajar un segundo a recibir el pedido de empanadas”. Y claramente esa remera no estaba diseñada para encontrarse accidentalmente con el hombre que llevaba semanas desordenándome la cabeza y el corazón.
Pero arranquemos por el principio.
1. El mensaje que no debía leer
Eran las 20:47. Yo estaba en mi departamento, en pantuflas, con la mascarilla de arcilla que prometía “rejuvenecer la piel en 10 minutos” (sí, obvio que la dejé puesta 35).
Y entonces sonó mi celular.
Era él.
Mateo.
El hombre que convertía mis pensamientos en origami: los doblaba, los giraba, los confundía y los dejaba lindos, pero totalmente inútiles.
Su mensaje decía:
“¿Estás ocupada?”
Cinco letras. Una palabra. Un temblor interno.
Yo, muy madura, respondí:
“Depende.”
A lo que él, muy sínico y muy Mateo, contestó:
“Pasá por el edificio de al lado. Te quiero mostrar algo.”
Yo no sé qué parte exacta de mi cerebro cayó en coma, pero sé que contesté que sí.
Cuando quise acordarme, estaba cruzando la calle como si fuera una espía rusa pero con olor a aloe vera y la mascara ya medio seca tironeándome la cara.
2. El ascensor de la verdad (o de la humillación)
El ascensor tenía espejo.
Gran error.
Ahí estaba yo, con mi remera vieja, mi mascarilla que me hacía parecida a una estatua en restauración, y un rodete que podría haber sido obra del viento o de una pelea con una paloma. No estoy segura.
Pensé:
¿Qué hago yendo así? ¿Por qué no me cambié? ¿Por qué existo?
Cuando las puertas se abrieron, estaba él.
Mateo.
Jeans, remera gris, pelo un poco húmedo… y esa expresión de “tengo algo que decirte, pero me cuesta”.
Sonrió apenas.
No al nivel Hollywood.
Al nivel “me gusta verte aunque parezcas un experimento de spa casero”.
Y eso, en mi idioma emocional, significaba demasiado.
—¿Te agarré en mal momento? —preguntó él, intentando contener la risa.
—¿Por qué lo decís? —dije yo, como si no tuviera el rostro endurecido por barro verde.
—Por nada… —respondió, mordiéndose la boca para no largarse a reír.
Yo habría preferido una tormenta eléctrica antes que su risa contenida, porque esa risa era mi debilidad. Mi kriptonita. Mi adicción.
Y él lo sabía.
3. El motivo “inocente”
Subimos a la terraza del edificio. La noche estaba perfecta: tibia, un poco ventosa, de esas que te hacen sentir que todo puede pasar.
Yo iba detrás de él, intentando actuar normal, aunque cada paso mío decía claramente: “Soy una mujer enamorada tratando de no parecer enamorada”.
Cuando llegamos a la terraza, él señaló unas luces.
Había armado algo.
No un altar.
No un picnic.
No una declaración romántica (por suerte, porque me habría infartado).
Había instalado un proyector.
Y sobre la pared blanca del cuarto de mantenimiento se veía una lista enorme de películas.
—No sabía cuál te gusta —dijo él—. Así que traje opciones. Comedia, drama, romance… incluso esa que todos dicen que es un desastre pero igual miran.
—¿La del meteorito? —pregunté.
—Esa misma.
Quise preguntarle por qué tanta producción solo para una película improvisada.
Por qué llamarme a mí.
Por qué justo esta noche.
Por qué justo él cuando yo venía sobreviviendo emocionalmente con cinta adhesiva.
Pero no necesitaba preguntarlo.
Lo sentí.
Estaba en la forma en que me miraba:
como si lo que tenía que mostrarme no era la película.
Era a él mismo.
4. La excusa estúpida que nos salvó
Mientras acomodaba el proyector, yo decidí hablar, porque el silencio era tan denso que podía sentir cómo mi corazón trataba de escaparse por la boca.
—Mirá que estoy así… por un tratamiento —aclaré señalando mi cara, como si eso justificara algo.
—¿Un tratamiento? —dijo él.
—Sí. Rejuvenecedor.
—Pero si estás perfecta así.
La frase quedó suspendida en el aire.
No era un piropo barato.
No era un comentario sin pensar.
Sonó… real.
Y eso me desarmó un poco.
No demasiado.
Solo un centímetro de mis defensas.
Pero después de semanas evitando lo evidente, un centímetro era muchísimo.
Yo, para no caer rendida emocionalmente, respondí con la única neurona que me quedaba activa:
—Igual… no pienso quedarme así toda la noche. Me voy a lavar la cara.
—Hacé lo que quieras. Pero no hace falta.
No hace falta.
Tres palabras.
Tres malditas palabras que me hicieron sentir vista de una manera que no dolía.
De una manera que no estaba preparada para aceptar.
5. La noche empieza oficialmente
Me lavé la cara en el baño de la terraza, respiré hondo, me peiné como pude, y volví.
Él estaba ajustando el volumen del proyector, concentrado.
Se veía lindo.
Ridículamente lindo.
Cuando me escuchó volver, levantó apenas la mirada… y ahí fue.
Ese microsegundo.
Ese instante chico, fresco, casual, donde se nota que alguien te ve distinto.
Fue una chispa.
Después una corriente.
Y después un desastre.
Porque yo dejé de fingir.
Muy poquito, pero dejé.
—Listo —me dijo él—. Elegí la película que quieras.
—¿Cualquiera? —pregunté.
—Cualquiera, menos la de terror. Si pongo esa, vas a terminar abrazándome y después no me voy a poder concentrar.
Mi corazón dio un vuelco tan fuerte que casi pide ambulancia.
—¿Quién dijo que te abrazaría? —traté de decir con tono desafiante.