Un beso no debería empezar así… ¿o sí?
Hay muchas cosas que una persona puede esperar un martes por la noche:
que el delivery llegue frío, que la novela quede en continuará justo en el mejor momento, o que tu ex publique otra frase motivacional pasivo-agresiva en Instagram. Lo que no esperaba —al menos no ese martes, no esa noche, no con esa ropa de estar en casa que parecía un homenaje al descuido—, era un beso.
Un beso de él.
De Mateo.
Ese Mateo.
El que me arruinaba la rutina desde que había aparecido con su sonrisa torpe, sus comentarios que parecían inocentes pero no lo eran y esa manera de mirarme como si yo fuese un rompecabezas que él quería resolver con paciencia.
O sin paciencia.
Porque había veces en las que lo veía inquieto, como si quisiera decir algo que siempre se quedaba atorado entre sus dudas.
Pero todo eso ocurrió después.
Porque para que yo termine con sus labios en los míos, antes tuvo que pasar lo que llamaré… el desastre logístico más romántico de mi vida.
Y sí: suena cursi.
Pero dejame explicarte.
La noche empezó con un mensaje… y terminó con un temblor
A las 20:37 recibí un mensaje que decía:
“Estoy por tu barrio. ¿Tenés un minuto? Necesito hablar con vos.”
Yo no sé en qué momento de mi vida “necesito hablar contigo” se transformó en la frase más peligrosa del idioma español.
Pero ahí estaba yo, leyendo y releyendo esa oración como si fuese una amenaza o una propuesta indecente.
Mi cerebro tardó exactamente cinco segundos en responder, pero mis dedos tardaron dos minutos en escribir algo que no pareciera desesperado:
“Sí, podés pasar.”
Pasar.
PASAR.
Como si mi departamento fuera un café informal donde la gente entra y sale sin consecuencias emocionales.
Respiré hondo.
Muy hondo.
Demasiado hondo, porque me mareé.
Miré alrededor:
Mi casa era un caos digno de documental de psicólogos: almohadones aplastados, taza de té a medio terminar, una manta tirada que había adoptado la forma de serpiente derrotada. Nada grave… hasta que mis ojos cayeron en la mesa ratona.
Mi libro abierto…
Mi lapicera…
Y LA VELA AROMÁTICA ESCANDALOSAMENTE ENCENDIDA.
Perfecto.
Parecía que estaba preparando una cita conmigo misma.
Apagué la vela.
Abrí las ventanas.
Cerré la ventana porque hacía frío.
Encendí otra luz.
La apagué porque la hacía ver amarilla.
Me miré al espejo.
Me peiné.
Me despeiné para parecer casual.
Me arrepentí.
Volví a peinarme.
Cuando por fin acepté mi destino con la dignidad que tenía disponible (que era poca), sonó el timbre.
Y ahí… se me detuvo el corazón.
Cuando abrí la puerta… él estaba distinto
No sé si era la luz del pasillo.
No sé si eran mis nervios.
O si realmente él estaba… más Mateo que nunca.
Llevaba una campera negra que le quedaba indebidamente bien, el pelo un poco revuelto y esa expresión que se le activaba sólo en situaciones importantes: la mezcla perfecta de determinación y duda.
—Hola —dijo.
Su voz sonaba tranquila. Lo cual era injusto, porque la mía estaba en modo terremoto categoría 8.
—Hola… ¿todo bien? —mentí, porque nada estaba bien. Todo estaba peligrosamente… posible.
Él entró.
El aroma de la noche fría entró con él.
Y yo sentí que algo cambiaba de posición dentro de mi pecho.
—¿Podemos hablar un minuto? —preguntó.
Y yo, que estaba al borde de la muerte emocional, logré asentir.
Pero cuando habló… no dijo lo que yo esperaba
Yo esperaba:
Pero él dijo:
—Últimamente… siento que todo se me mezcla cuando estoy con vos.
Ah.
Ok.
Perfecto.
Dale.
Pegame un susto más.
Total, hoy estoy para eso.
Yo tragué saliva.
—¿Mezcla cómo? —pregunté.
Mateo pasó una mano por su cabello —un tic que hacía siempre que estaba por decir algo que le daba vergüenza—.
—Como si quisiera que algunas cosas fueran distintas… —dijo, y levantó la mirada—. O mejores.
Mi estómago hizo una voltereta olímpica.
De las buenas.
—¿Mejores cómo? —las palabras me salieron casi en susurro.
Él dio un paso hacia mí.
Uno solo.
Pero fue suficiente para que el aire se tensara.
—No sé explicarlo sin quedar como un idiota —confesó—. Pero siento que todo se sale un poco de control cuando estás cerca.
Y ahí todo dentro de mí gritó:
NO.
NO ME DIGAS ESTO.
NO ME MIRES ASÍ.
NO ME ABRAS LA PUERTA A UNA DIMENSIÓN DONDE TE QUIERO MÁS DE LO QUE DEBERÍA.
Pero claro… nada de eso lo dije.
Y entonces pasó… lo que nadie tenía en el guion
Un trueno sonó.
Uno de esos truenos monumentales que hacen vibrar las ventanas.
Él se sobresaltó.
Yo también.
La luz titiló.
Y cuando la luz volvió, él estaba demasiado cerca.
—Perdón —susurró.
—¿Por qué? —pregunté, con la boca más seca que nunca.
—Por esto…
Y me tomó de la cara.
Con ambas manos.
Como si fuera algo frágil y valioso al mismo tiempo.
Y me besó.
Pero no fue un beso tímido.
No fue un beso accidental.
No fue un beso de “uy, sin querer”.
Fue un beso decidido.
Un beso que llevaba semanas acumulándose.
Un beso que tenía todas las preguntas sin decir… y todas las respuestas que ninguno se animaba a admitir.
Mis manos reaccionaron solas.
No sé cómo.
Pero se enredaron en su cuello mientras él me atraía más contra él.
La tormenta afuera explotó.
Y yo sentí que adentro mío pasaba lo mismo.
No había ruido.
No había dudas.