Cuando me enamoré sin querer

CAPÍTULO 12 – Mi Corazón Tomó la Palabra

Si alguien me hubiera dicho hace un mes que mi vida amorosa iba a convertirse en un mix entre telenovela, reality show y comedia romántica con presupuesto bajo pero emociones altas, me habría reído. O llorado. O ambas cosas al mismo tiempo, que últimamente era mi nueva habilidad especial.

Después del capítulo viral del video —sí, ese video donde Mateo y yo parecíamos dos protagonistas de un tráiler romántico—, pensé que lo peor ya había pasado. Que ya está: ya nos habían visto a punto de besarnos, ya la ex había comentado como si fuera una jueza de certamen, y ya había llovido lo suficiente como para lavar todos nuestros pecados emocionales.

Ja.

Inocente de mí.

El universo se estaba frotando las manos.

Esa mañana, cuando me levanté, lo primero que vi fue el celular explotando de notificaciones. No mensajes, no. Memes. Memes nuestros.

Rocío había compartido en el grupo un montaje donde Mateo y yo estábamos parados bajo la lluvia con la frase:

“Cuando no sabés si declararte o pedir una pizza.”

Cuando entré a la cocina, Rocío ya estaba sentada en la mesa desayunando como si nada, con el celular en la mano y el mate en la otra.

—Buen día, estrella viral —dijo sin levantar la vista.

—No soy ninguna estrella. Soy una víctima colateral —bufé, abriendo la heladera—. Y además, exageran.

—¿Exageran? —Rocío me miró por encima del celular y alzó una ceja—. Sofi, ayer un chico me pidió si te podía contratar para recrear la escena de la lluvia en la puerta. Pagaba en dólares.

—¿Qué? —casi se me cae el pote de yogur.

—Le dije que no —respondió ella—. A menos que aumentara la oferta.

—Rocío…

—¡Es broma! —se rió, pero la risa tenía un 20% de verdad—. Igual, fuera de chiste, ¿hablaste con Mateo anoche?

Me quedé quieta unos segundos.

—Sí. O sea… un poco. Caminamos bajo la lluvia, hablamos de… lo que pasó. O lo que casi pasó.

—Ah —dijo Rocío, saboreando cada sílaba como si fueran chocolates importados—. ¿Y?

—Y nada —respondí encogiéndome de hombros—. No me besó. No lo besé. Fue como… como estar parada al borde de un acantilado con paracaídas, pero sin saltar.

Rocío me miró con ternura.

—¿Y te molesta?

—No sé. Me… me alivia un poco. Me desespera otro poco. Me da miedo y también me da paz. Es un desastre emocional, básicamente.

—Se llama “estar enamorada”, boluda —dijo ella, metiendo un sorbo de mate—. Y se te nota hasta en la forma en que abrís la heladera.

—¿Cómo que se me nota en la heladera?

—Porque mirás las cosas y suspirás. Nadie suspira por un pote de yogur. A menos que estés enamorada o a dieta.

Me dejé caer en la silla con un bufido.

—No estoy enamorada —mentí (mal).

—Ajá. Y yo soy reina de Noruega.

A media mañana me llegó un mensaje.

De él.

MATEO:

¿Estás despierta?

¿Puedo verte hoy?

Respiré tres veces.

Es decir, intenté. El aire se interrumpía en el medio como si tuviera obstáculos emocionales.

YO:

Sí. ¿Dónde?

La respuesta tardó cinco minutos que se sintieron como cinco semestres de angustia universitaria.

MATEO:

En tu edificio. Estoy abajo.

—¡¿QUÉ?! —grité sin querer.

Rocío frenó el mate en el aire.

—¿Qué pasó?

—Está abajo —susurré—. ¡Mateo! Ya. Ahora. Abajo.

—¿Y qué hacés parada? ¡Arreglate la cara! —ordenó como si fuera mi manager personal—. ¡Pará! No te arregles tanto, que no parezca que te importó, pero sí que te importa, ¿me entendés?

—¡NO!

—¡Perfecto, estás lista! Andá.

Cuando bajé, Mateo estaba parado al lado de la puerta, sin lluvia esta vez, sin ex irrumpiendo, sin cámaras. Solo él, con esa expresión de “no sé por dónde empezar pero sé que tengo que empezar”.

—Hola —dijo.

—Hola —repetí.

Se hizo ese silencio incómodo que solo pasa con la gente que realmente te importa.

—No quería que pasara más tiempo sin hablar —dijo él, tocándose la nuca como siempre que estaba nervioso—. Y… quería verte.

—¿Qué querés hablar? —pregunté, intentando no derretirme.

Mateo respiró profundo.

—De nosotros.

Palabras peligrosas.

Explosivas.

De esas que si no estás preparada, te dejan con consecuencias cardíacas.

—Ayer… —continuó él—. Lo que te dije… lo que casi pasó…

Nunca supe cómo responder antes de que terminara una frase. Pero mi corazón decidió que era el momento de debutar sin permiso.

—Yo también quiero algo —solté.

Mateo me miró, sorprendido.

—¿Qué querés? —preguntó con suavidad.

Mi garganta tembló. Mi cabeza gritaba no lo digas, y mi corazón gritaba decilo YA.

—Quiero que esto no me dé tanto miedo —dije por fin—. Quiero… aprender a estar con vos sin pensar todo el tiempo que me vas a romper el corazón.

Mateo bajó la mirada.

No con culpa, sino con vulnerabilidad real.

—No quiero lastimarte, Sofía. De verdad. Y sé que tengo cosas que resolver, y que la aparición de mi ex anoche no ayudó… pero yo…

Le interrumpí con algo que jamás pensé decir:

—Mateo, si tu ex quisiera recuperarte, ya lo habría hecho.

Él levantó la vista, sorprendido.

—Eso no es lo que me preocupa. Lo que me preocupa es lo que vos pensás de todo esto. Si te alejás, si te asustás, si te escondés detrás del humor. Porque yo sé que lo hacés.

Y ahí quedé muda.

Porque sí.

Sabía leerme demasiado bien.

Demasiado rápido.

Y me dio miedo que pudiera leer incluso lo que yo todavía no me había animado a admitir.

—Sofía —dijo avanzando un paso—. No tenés que decir lo que no sentís. Ni demostrar nada. Solo quiero que me dejes estar. No perfecto. No claro. No definido. Solo… estar.

Mi corazón decidió tomar la palabra otra vez.

—Quedate —susurré.

Mateo respiró como si por fin lo dejaran vivir debajo del agua.

—Entonces… —dijo él, con una sonrisa que me destruyó las rodillas—. ¿Empezamos? ¿De a poco?



#2026 en Novela romántica
#642 en Otros
#263 en Humor

En el texto hay: comedia, comedia romantica, contemporanea

Editado: 27.11.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.