La primera mañana después de decidir que “sí, somos algo”, no debería sentirse tan…
¿extraña?
Pero lo fue.
Me desperté con la sensación de que mi vida había cambiado de posición durante la noche, como un estante mal atornillado que de repente se cae y vos decís:
“Ah, así no iba.”
Mateo dormía a mi lado, con el brazo sobre mi cintura, como si temiera que me evaporara.
Y si soy honesta, yo también temía evaporarme.
O que él lo hiciera.
Me quedé quieta, escuchando su respiración, intentando memorizar esa calma que me daba solo por existir cerca.
Pero también sentía un nudo, uno que venía creciendo desde anoche:
El sobre que rompí.
Mi ex volviendo.
Lucía volviendo.
La vida volviendo a complicarlo todo.
Y sobre todo…
Mi propio secreto.
El que nunca dije.
El que nunca tuve el valor de contarle.
El que, ahora que éramos “nosotros”, me aterraba un poco más.
—Estás pensando demasiado —murmuró Mateo sin abrir los ojos.
Me quedé helada.
—No sabía que leías mentes —dije, intentando sonar casual.
Él abrió un ojo, despacio, sonriendo como si supiera lo que mi alma estaba haciendo.
—No leo mentes —respondió—. Leo tu silencio. Hace ruido.
Dios.
Dios MÍO.
¿Por qué me enamoro de esto.
Me tapé la cara con las manos.
—No estoy pensando demasiado —mentí.
Mateo se incorporó un poco, apoyándose en el codo.
—Sofi… sí estás. Y está bien. Pasaron mil cosas anoche.
—No son las cosas de anoche —susurré.
—¿Entonces?
Me mordí el labio.
No podía.
No todavía.
No así, semidormida, despeinada y con el corazón queriendo escapar.
Así que dije lo primero que me salió:
—Necesito un café.
—Esa es una forma elegante de huir —dijo él, divertido.
—No estoy huyendo —respondí, levantándome—. Estoy… estratégicamente retirándome.
—Ajá. —Sonrió—. Como quieras, general Sofía.
Le tiré una almohada.
Él la atrapó sin mirarme.
Porque claro, es perfecto.
Y esa perfección me estaba empezando a presionar demasiado.
El desayuno con tensión incluida
Yo preparando café.
Mateo apoyado en la mesada, sin dejar de mirarme.
Mis nervios bailando una zamba sobre mi sistema nervioso.
Hermoso.
—¿Entonces… —dijo él, con voz baja— …qué pensás decirme y todavía no me estás diciendo?
Yo casi me atraganto con mi propio aire.
—¿Quién dijo que tengo que decirte algo?
—Tu respiración, tus hombros, tus ojos, tu silencio, tu espalda y tu manera de apretar la taza. —Se cruzó de brazos—. Es una señal colectiva.
Yo casi reviento la cafetera.
—No es un secreto —mentí de nuevo, porque evidentemente soy alérgica a hablar de lo que me importa.
—Bueno —dijo él—. Cuando quieras contarlo, acá estoy.
Y así, con esa simple frase, me sentí peor.
Porque él estaba siendo perfecto.
Abierto.
Paciente.
Cálido.
Y yo estaba siendo…
Yo.
Una humana con miedo.
Me apoyé en la mesada, respiré hondo y dije:
—Mateo…
Pero justo cuando iba a hablar, SU CELULAR sonó.
En la pantalla se iluminó un nombre.
Yo lo vi.
Él lo vio.
Nosotros lo vimos.
Lucía.
Claro.
Porque la vida tiene un guion escrito por un sádico con buen sentido del timing.
—No voy a atender —dijo Mateo antes de que yo abriera la boca.
—Tal vez deberías —contesté, odiando mi propia razón—. No quiero que tengas cosas pendientes.
Él negó con la cabeza, sin sacar la vista de mí.
—No más pendientes. Ayer fue suficiente.
El celular siguió vibrando.
Yo me crucé de brazos.
—Mateo… atendé.
—Sofi…
—Atendé. —Suspiré—. No quiero estar en el medio de nada.
Eso lo tocó.
Lo vi.
Ganó la sensatez.
Él atendió, pero se fue al pasillo para hablar.
Y AHHHH qué cosa más horrible esperar mientras alguien habla con su ex justo el día después de que vos decís “sí, seamos algo”.
Valentina entró a la cocina como si tuviera un dispositivo que detecta drama a kilómetros.
No golpeó.
No anunció su llegada.
Simplemente abrió la puerta.
—Vengo porque sentí un temblor emocional —dijo, abriendo la heladera—. ¿Qué pasa? ¿Volvió el apocalipsis?
Yo señalé el pasillo.
—Lucía llamó.
Ella sacó un yogur, lo abrió, lo probó y dijo:
—Ah. Continúa entonces.
Me tiré en una silla.
—Estoy nerviosa.
—Obvio. —Valentina se sentó enfrente mío—. Pasaste de “no somos nada” a “somos nosotros” y ahora la ex está llamando. No es una telenovela, pero se le parece.
—Tengo un secreto —confesé, bajando la voz.
Valentina abrió los ojos como si hubiera descubierto oro.
—¿Un secreto de los fuertes?
—De los que pueden arruinar algo. O cambiar algo.
—¿Él lo sabe?
—No.
—¿Por qué no le dijiste?
Porque me daba miedo.
Porque no estaba lista.
Porque nunca se lo conté a nadie.
Porque…
Me encogí de hombros.
Valentina dejó el yogur, seria por primera vez en meses.
—Sofi. Lo que vos callás siempre pesa más que lo que decís.
Tragué saliva.
Iba a responder…
Pero justo en ese momento, Mateo volvió.
Y su cara…
No era buena.
La llamada que lo cambió todo
—¿Todo bien? —pregunté, pero sabía que no.
Mateo se apoyó en el marco de la cocina.
Parecía alguien que acababa de recibir una noticia incómoda, pero inevitable.
—Sofía… —me miró, luego bajó la vista—. Lucía quiere hablar conmigo. En persona. Hoy.
Ah.
Eso dolió más de lo que esperaba.
—¿Para qué? —pregunté, aunque no sabía si quería la respuesta.
—Dice que es algo importante. Que tiene que ver con… —hizo una mueca— …el cierre de lo nuestro.
—¿Y qué le dijiste?