El sonido de la ambulancia resonaba en su cabeza, lejana, intangible, etérea. Se acercaba, sí, pero con tanta lentitud, que era probable que nunca llegara a tiempo. Diego veía a su padre agonizar de dolor y a su madre tendida sobre el pavimento rodeada de un charco de sangre. Él sabía que no les quedaba mucho tiempo, pero no había nada que pudiera hacer. Estaba paralizado, no podía moverse, no podía gritar, la voz no le salía, sus piernas estaban atrapadas entre el asiento delantero y el trasero. Silvia estaba asustada y lloraba, tenía solo once años y yacía a su lado, también atrapada entre partes inentendibles de lo que quedaba del vehículo.
—¿Diego? ¿Dónde está mamá? —preguntó la niña—. ¿Y papá?
—Están afuera, están llamando a la ambulancia, ya vendrán por nosotros —respondió él con aplomo. Lo cierto era que no sabía de dónde salía esa calma que trasmitía, pero no podía permitir que su hermana viera lo que sucedía.
Acarició sus cabellos largos y dorados mientras se lamentaba por el destino que les esperaba.
La sirena de la ambulancia se escuchaba ya cerca al tiempo que los gritos que venían de afuera se hicieron menos audibles. El dolor de cabeza se intensificaba y sus ojos querían cerrarse.
—No duermas, por favor. Tengo miedo… —rogaba Silvia.
—Todo estará bien, yo te cuidaré —prometió antes de perderse en la inconsciencia.
Era como si solo hubiera estado esperando que llegara la ayuda para perderse en aquel sitio donde nada dolía, donde sus padres no estaban muertos, donde ni él ni su hermana estaban heridos, aunque solo fuera por un rato.
Cuando despertó, cuatro médicos y dos enfermeras rodeaban la cama del hospital. Uno de ellos, tenía la mirada triste y cargada de resignación. Diego sabía lo que iban a decirle, lo intuía desde el inicio de aquella pesadilla.
—Tu padre falleció al instante —dijo el doctor—. Tu madre está en coma, pero su estado no es muy bueno —añadió.
—¿Y mi hermana? —inquirió él. Después de todo ya sabía aquello. Había observado el cuerpo inerte de su padre en medio de la calzada a metros del vehículo y a su madre hecha un río de sangre.
—La niña está en recuperación, tiene varias fracturas y algunos golpes importantes, pero estará bien. Tú también —añadió el médico—. ¿Hay alguien a quién podamos llamar? —inquirió.
—Solo somos nosotros —respondió con un susurro al comprender la magnitud de aquella frase.
El médico asintió y no hizo más preguntas, le pidió permiso para hacerle algunas pruebas y él aceptó. Dejó que los doctores hicieran lo que quisieran mientras su mirada se perdía en el cielo oscuro que se vislumbraba por el ventanal que quedaba al lado de su cama.
En ese momento deseó tener algún tío, primo o abuelo al qué acudir, alguien que le dijera que estaría bien, que todo se solucionaría. Pero no había nadie, sus abuelos ya no vivían y ambos padres eran hijos únicos.
Esta vez estaba solo, y si su madre no lograba reponerse, él se convertiría en la cabeza de aquella pequeña familia que conformaba con su hermana. Con diecinueve años, tocaba madurar a la fuerza y hacer lo que sus padres le habían inculcado desde niño: salir adelante por aquellos que amas.
Los días pasaron lentos, como si fueran solo un borrón en el calendario, como si no hubiese diferencia entre el día y la noche, entre el sábado y el lunes. Diez días después, su madre partió también. Diego quiso creer que el amor que ella y su padre se tenían era tan intenso, que ni siquiera la muerte podría haberlos separado, después de todo siempre lo supo, ellos eran así, y eso era lo que él más admiraba de ambos, esa entrega incondicional, ese amor que ni la muerte lograría aniquilar. Silvia fue trasladada a la misma habitación que él y ambos fueron avisados de lo que había sucedido.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó la niña aquella noche, cuando después de que las luces se apagaron, se metió a la cama de su hermano a llorar en su pecho.
—Ellos estarán juntos en el cielo, desde allí nos cuidarán y nos protegerán. Nosotros estaremos juntos aquí y saldremos adelante. No te faltará nada, Silvi, lo prometo, estaremos bien —dijo él y repitió aquello en voz alta para creérselo, para usarlo de consuelo para sí mismo—. Estaremos bien… —Como si esperara que alguien más se lo dijera a él, como si pudiera recostarse en el pecho de su madre y llorar como cuando tenía ocho años y ella le prometía que todo pasaría.
Él era ese puerto seguro ahora para Silvia, y no podía flaquear.
La niña se quedó dormida, él la besó en la frente y secó las lágrimas que aún quedaban en su rostro.
—Estaremos bien —volvió a prometer tantas veces como le dio las fuerzas antes de quedarse dormido también—. Estaremos bien… Estaremos bien...