Silvia observó la caja que tenía en su mano, su compañera de al lado la miraba con tristeza y se mordía el labio expectante.
—Ya te dieron la caja… —murmuró con pesar, todos sabían lo que aquello significaba.
—Eso está bien —respondió Silvia bastante animada—, hace rato venía pensando en comenzar a prepararla de todas formas. No quiero… no quiero irme sin dejarle a mi hermano algunas instrucciones —bromeó antes de levantar la vista hacia Luján, su compañera de cuarto.
—No sé cómo le haces para seguir sonriendo, Silvi, la verdad —respondió ella y le acarició la mano con dulzura.
—No gano nada con ponerme mal —añadió la muchacha encogiéndose de hombros—. Diego vendrá en cualquier momento, así que no quiero que me vea triste.
Luján no respondió, se hundió en su cama y cerró los ojos sin evitar pensar que si Silvia tenía la caja era porque no le quedaba demasiado tiempo, todos lo sabían.
Silvia, la abrió para ver lo que contenía. Un portarretratos de yeso con algunas pinturas y artículos para decorarlo, en el caso que lo deseara. Papeles de carta perfumados con sobres de distintos colores, y dos libretas, cada una tenía una inscripción en el frente: «Antes de irme quiero» y «Cuando me haya ido…»
La psicóloga le dijo que el portarretratos era para poner la foto favorita de la familia e hizo énfasis en que eligiera una en donde ella estuviera como le gustaría ser recordada, y podía decorarlo si quisiera. Los papeles de cartas eran para escribirles a sus seres más cercanos, le dijo que lo hiciera desde el corazón. Las libretas eran, una para hacer su lista de deseos, lo que le gustaría hacer antes de… irse, claro. Y la segunda, para dejar constancia escrita de lo que le gustaría que sus familiares hicieran cuando ya no estuviese.
La caja de los recuerdos era una cajita de tamaño mediana y de cartón macizo que —en el hospital donde ella se trataba— les daban a aquellos niños con los que se habían perdido todas las esperanzas de recuperación. Era el legado, lo que ellos dejarían a sus seres queridos para que los recordaran siempre. Era una manera de manejar el duelo —según la psicóloga que lo había implementado—, y una forma de prepararse para lo inevitable.
Silvia tomó un bolígrafo y la primera agenda, dispuesta a escribir una pequeña lista de últimos deseos, la verdad era que hacía tiempo llevaba pensando en eso, en las pequeñas cosas que le gustaría disfrutar antes del final. Sin embargo, no había mucho que deseara hacer. Un viaje no le parecía nada del otro mundo, una fiesta mucho menos. Había pensado en un regalo, quizás un automóvil que pudiera dejarle a Diego, a él le sería muy útil, pero no estaba segura. Lo cierto era que ella no deseaba mucho, y las cosas que deseaba ya las tenía, el cariño de su hermano, sus abrazos, su mirada dulce, su sonrisa. Estaba segura de que eso era lo único que extrañaría cuando cruzara al otro lado y nadie podría dárselo por más que lo escribiera en el cuaderno.
Dejó de lado la primera libreta y tomó entre sus manos la segunda. Esa sí que le parecía una buena idea. Había intentado hablar con Diego de las cosas que le gustaría que él supiera cuando le tocara despedirla, pero él se negaba a escucharla, como si evitar hablar de la muerte le diera más tiempo.
Dividió el cuaderno en varias secciones con la idea de ponerle un título a cada una. Después de todo, una carta era demasiado corta para todo lo que quería que su hermano supiera, y él era el único al que iba a escribir.
—Podrías pedir que te lleven a un concierto de Tiziana —dijo de pronto Luján. Ambas compartían su adoración por aquella cantante tan carismática.
Silvia la observó con sorpresa y sus ojos se iluminaron de pronto. ¿Cómo no se le había ocurrido eso antes? Javier, un chico que había fallecido tres meses atrás, había conseguido que le llevaran a un partido de su equipo favorito, y no solo eso, también había conseguido conocer a sus jugadores preferidos que le regalaron una camiseta firmada, la misma con la que fue enterrado.
—¡Eso suena genial! —exclamó Silvia y Luján sonrió.
—Si lo consigues, ¿le pides un autógrafo para mí? —inquirió la muchacha.
—Podría pedir que fuéramos juntas —respondió Silvia y Luján se encogió de hombros.
—Es tu momento, disfrútala tú —dijo su amiga y negó con ternura antes de volver a cerrar sus ojos para conciliar el sueño. La quimioterapia las dejaba extenuadas y Silvia lo sabía muy bien.
Suspiró. La cercanía a la muerte cambiaba muchas perspectivas y hacía madurar a la fuerza. Ella había conocido a varios chicos y chicas en su peregrinar por el hospital, algunos habían fallecido ya, otros habían vencido a la enfermedad, y también estaban los que como ella y Luján, aún luchaban día tras día. Se hacían amigos de batallas, compinches, camaradas. No se contaban los secretos que compartirían otros adolescentes de su edad como qué chico te gustaba o cuándo darías tu primer beso, ellos hablaban de sus últimos deseos, de sus miedos, de sus anhelos. Lloraban lo que no querían llorar con sus familias por no preocuparlos o por no verlos más tristes de lo que ya estaban, o se contaban entre susurros lo que les gustaría ser y hacer de grandes, si tan solo la vida les diera la oportunidad.
Eran fuertes, aunque se vieran débiles, tenían esperanzas, aunque vivieran el día a día como si fuera el último y, sobre todo, eran empáticos, porque compartían el dolor de un destino incierto y el agobio que producía en el pecho ser consciente de que se tenía el tiempo contado.
Silvia tomó su cartuchera con bolígrafos de muchos colores y garabateó en la primera página.
«Cuando me haya ido…»
Escribió con letras llenas de firuletes en un intento por imitar la tipografía de la tapa del cuaderno. Dio vuelta la página y dibujó un corazón muy grande que pintó con marcadores de varios colores.
«Quiero que sepas que has sido el mejor hermano del mundo y que te amaré donde sea que esté, por siempre y para siempre».