Aún dentro del hotel, hacía frío. No como afuera, pero ya que no estaba haciendo nada, ocuparía mi tiempo en quejarme de la mínima cosa.
Intenté llamar por décima vez a Fabián. Las nueve veces anteriores por lo menos sonaba, pero en esta ocasión me llevaba directo al buzón de voz. No me gustaba dejar mensajes de voz, porque sentía que nadie los escuchaba, pero esta vez lo hice porque un periodista siempre escuchaba sus mensajes de voz.
—Esto te va a costar caro, Fabián. ¿Recuerdas el tema que mencioné hace unos meses y que no me dejaste seguir investigando? Pues ahora no solo lo investigaré, sino que le darás un espacio, aunque sea en el portal web. Me lo debes —presioné el botón de colgar tan fuerte que un poco más de fuerza hubiese roto por completo la pantalla. No es que hubiese mucho que romper, la pantalla estaba tan trizada que hasta lástima daba mirarla.
Pensé en lo que le acaba de decir y le envié el correo con el material. Sabía que jamás me daría un espacio en la revista para lo que había escrito —porque no solo ya lo había investigado, sino ya lo había corregido dos veces—, pero la esperanza eran de las primeras cosas que aparecían. Nada perdía con intentar, además de tiempo. Evité pensar en las consecuencias que estaban más allá de la pérdida de tiempo, era lo que siempre hacía.
Con celular en mano, salí del baño. Solo vi un tubo dorado a punto de rozarme la nariz. No pude detenerme a tiempo y me fui encima del carrito del botones. Las maletas amortiguaron mi caída, pero algunas salieron disparadas hacia el suelo alfombrado ante la presión de mi peso.
Quedé tendida, viendo hacia la lámpara circular del techo. No me moví de inmediato, me tomaba el tiempo para reunir la paciencia para no explotar frente a una persona que nada tenía que ver con mis frustraciones.
—¿Está bien o llamo a una ambulancia? —preguntó una voz masculina.
Una ambulancia tendrían que llamar mañana cuando me enfrente a Fabián.
—¿Señorita? —volvió a preguntar. Lentamente en mi campo de visión se presentó un rostro que no estaba para nada mal.
Sí, Melanie. Tú y tu superficialidad.
—Estoy bien —respondí con voz rasposa—. ¿Me das una mano? —le pregunté esta vez.
El chico me tendió su mano, pero a eso no me refería. De todos modos, la tomé. Con uno de mis brazos me impulsaba hacia arriba y con el otro me cubría las tetas. Si no hacía esto, el chico vería mis chicas de a gratis. Aun con estos inconvenientes, no me arrepentía de usar este vestido.
En segundos estuve de pie frente al botones. Aun con tacones, el chico me sacaba más de una cabeza. No es que él fuera excesivamente alto, que lo era, sino que yo era innecesariamente pequeña. Le presumía al mundo un metro sesenta, pero me faltaban unos centímetros para llegar a esa altura, que tampoco era nada presumible.
O tal vez sí para nosotros los nomos.
—Este es el baño de servicio, señorita —dijo el chico—. Por estos pasillos no se pasean los huéspedes. —Me hizo saber.
—No soy una huésped, soy solo… —Puse distancia entre ambos, tanta cercanía solo la admitía en el transporte público en hora punta—. Solo soy Melanie, no señorita.
El chico sonrió. El gesto hacía que sus mejillas se arruguen y sus ojos adquieran un brillo que antes no estaba ahí.
—Está bien, Melanie no huésped. —Aceptó el botones—. De todos modos, este baño suele utilizarse para servicio. Y déjame decirte que las de servicio tienen un uniforme muy distinto al tuyo.
Esta vez fue mi turno de sonreír.
—Sí, lo sabía cuando entré. Hay un letrero ahí. —Señalé la placa de metal dorado—. Solo buscaba un lugar no tan concurrido por la gente que luce como yo —le permití saber, aunque no tenía por qué—. Siento lo de las maletas, te ayudaré —le dije antes de inclinarme para recoger una de ellas y ponerlas en su lugar.
El chico hizo lo mismo, pero con la maleta que había caído al lado contrario. Al parecer ese maletín se abrió y comenzó a recoger las cosas. Se tardó un tiempo ahí, por lo que aproveché colocando mi vestido correctamente y asegurando mis chicas en la tela negra.
Cuando terminó, se irguió y se acercó a mí extendiendo su mano hacia mí. Me entregaba mi celular.
—Se abrió todo, pero lo he armado. Lo siento, la pantalla se rompió. —Se lamentó.
—No, ya estaba así —dije de inmediato—. Gracias, y lo siento.
Comencé a alejarme mientras encendía el celular. En eso se me ocurrió girarme y preguntar por su nombre.
—Solo soy Christopher, el botones.
Le hice un gesto con la mano y me alejé por el pasillo. Justo al dar vuelta me encontré con Pedro, el camarógrafo que se encargaba de tomar fotos de todo el evento.
—Ya comenzaba a pensar que te escapaste por la puerta de atrás —confesó. Su esmoquin no contrastaba muy bien con la cámara colgada de su cuello.
—Yo no haría eso —le hice saber. Me entregó mi cartera de mano. Saqué de ella mi pase de prensa. Después me encargaría de sacar la grabadora de mano para grabar lo que pueda servir del evento para el artículo que tendré que escribir.
Nos encaminamos hacia la entrada de la recepción. Ahí nos pidieron nuestras identificaciones. Cada uno mostramos el pase de prensa. El hombre de negro nos quedó viendo. Pasó de mi pase de prensa a la cámara de Pedro. Sabía lo que pensaba, que éramos demasiado jóvenes, pero qué más esperaba. Pasantes era lo máximo que conseguirían si pagaban para que un artículo se escriba y se publique como primera plana en la revista del mes.