Llegó el jueves y todavía sentía que, si daba un paso en falso en la elección de mi comida, no podría viajar. No debí haber comido ese bollo, así como no debí haber cancelado mi sesión con mi psiquiatra. Recibí un mensaje de su parte solo para notificarme que las sesiones habían cambiado de una vez al mes a una vez cada dos semanas.
Yupi.
Arrastré mi maleta para llegar hacia donde mi madre examinaba la pantalla que estaba en constante cambio por la actualización de los horarios de los diferentes vuelos.
—No está atrasado —dijo cuando me vio—. Y hace buen tiempo. —Me dejó saber mientras me acercaba su celular. Había consultado el clima—. ¿Tienes tu bloqueador? Te quemas muy rápido en la playa. —Me recordó.
—Tengo todo. —Nos acercamos más hacia donde estaba Andrés y su familia—. Tal vez en la próxima podamos ir las tres. ¿Qué dices? Si el abuelo quiere, podría unirse. —Sabía que el abuelo no querría. No le gustaba viajar o salir de su pequeña finca.
—Ya veremos —dijo mientras me sonreía. Sus ojos se veían más tristes de lo usual. Indicativo de que agosto estaba por empezar. Mi indicativo estaba en mi maleta de mano. Un grupo de píldoras para dormir con la receta médica prescrita para presentarla en caso de que los agentes de control del aeropuerto me hagan problema por ellas—. Cuídate, ¿sí? Si notas algo extraño…
—Pondré atención —dije para tranquilizarla. Aunque ella sabía que era poco probable que en la isla de San Andrés pase algo parecido a lo de París—. Y te llamaré en la mañana y en la noche.
—No quiero que estés perdiendo el tiempo en llamarme a cada rato. Que disfrutes cada minuto es lo único que pido. No tomamos muchas vacaciones así.
Sí, no lo hacíamos. Ojalá fuera falta de dinero, pero no. Era más bien el trauma que llevábamos arrastrando por años. Cualquiera pensaría que el mío sería más fuerte que el de mi madre, ya que según muchos yo había pasado por lo peor; sin embargo, todos teníamos formas distintas de lidiar con las secuelas que dejaba una situación como la que vivimos. Las formas de mi madre consistían en evitar hacer todo lo que le recordara a lo que pasó hace años, así sea lo más mínimo, como comer en restaurantes con mesas que daban a la calle.
Viajar en avión era otra de esas cosas, por eso habíamos viajado tan poco desde que cumplí los doce.
—Si algo pasa y necesitas regresar antes de tiempo, llámame y compro el primer vuelo que haya —me dijo. Asentí.
—Serena… —comencé.
—Volveré a la casa. No estará sola. —Me aseguró. Volví a asentir, porque era uno de mis temores, que mamá volviera con el abuelo luego de dejarme aquí. Serena era grande y podía cuidar de ella misma, pero eso no quería decir que no necesitara de alguien que esté ahí para ella. No quería que se sienta sola.
La despedida entre mamá y yo fue bastante fácil si nos comparábamos con la familia de Andrés. Su mamá lloró, y aunque eso podía ser normal, la forma en que lo hizo, como si no fuera a ver a su hijo por años, eso sí fue exagerado. Por tercera vez se me acercó y me encomendó a su hijo y sus cuidados. Considerando que el chico estaba cerca de sus veinte, no iba a recordarle que tenía que comer o que tenía que bañarse. Era casi un adulto, ¡por Dios!
El tiempo antes del embarque pasó sin mayor problema que el que la maleta de Andrés sobrepasara el peso para una maleta de cabina. Pasamos unos minutos repartiendo su peso extra entre su maleta de mano y la mía. Una vez en mi asiento, después de haberme asegurado de que Andrés estuviera cómodo en el suyo y colocara sus maletas donde debería, cerré mis ojos para descansar un poco. Anoche dormí bien, pero fue muy poco. Tuve que despertarme muy temprano para dejar resueltos algunos correos que tenía de la revista. Igual traía mi computadora conmigo para poder trabajar sin problemas, pero prefería dejar resuelto eso antes de llegar a la isla.
Fueron un poco más de dos horas de viaje. Desde la primera hora comencé ya a sentir calor, por lo que me despoje de mi abrigo, quedándome en mi blusa de tirantes. Luego tuve que atarme el cabello en una coleta alta, porque me estaba comenzando a asfixiar, y esas eran una de las cosas que no podía aguantar, además de los sonidos demasiado fuertes y repetitivos.
—No te agradecí por esta oportunidad —me dijo Andrés. Nos dirigíamos ya a la salida del aeropuerto, donde debería estar esperándonos un transporte, o al menos eso dijo Fabián.
—Yo no hice nada.
—Sí, pero pudiste haber pedido a otro fotógrafo. Dejaste que fuera yo como siempre. Así que gracias. —Continuó con su agradecimiento, atribuyendo su fortuna a mí—. Igual te aseguro que lo de la última vez no volverá a pasar.
—Recuerda eso —le dije.