La bruma de la mañana aún no se había disipado del todo entre los pinos cuando salí con el hacha al hombro, camino del arroyo. El crujido bajo mis botas era lo único que rompía el aire inmóvil. Junio se acercaba, pero aún no era temporada de heladas. No aquí. No todavía.
El bosque del sur despertaba húmedo y callado. Los árboles exhalaban ese aroma espeso a tierra mojada y madera, mientras entre las ramas, la luz matinal comenzaba a derramarse como un secreto.
Venía cada año a esta cabaña. Desde que murió mi padre. El frío ayuda a silenciar los pensamientos. A ordenar el alma.
Pero ese día...
Ese día, el aire traía algo distinto.
Como si la brisa cargara una melodía que mi corazón reconocía, pero que mi mente no podía traducir.
El arroyo murmuraba como siempre, reptando entre las piedras, hasta que mis ojos la encontraron.
Un bulto junto a un tronco caído. Al principio pensé que era una manta vieja, olvidada por algún excursionista. Pero no era eso.
Era una chica.
No debía tener más de treinta años, encogida como una flor herida por la escarcha.
Tenía los labios morados. La piel... tan pálida como la luna invernal. Llevaba ropas que apenas eran trapos, pegadas al cuerpo, bordadas con cristales de hielo. El cabello, blanco como el aliento del amanecer, enredado como si el viento la hubiera peinado.
Pero lo que me paralizó, lo que me heló más que el clima, fueron sus ojos.
Vacíos. No dormidos, ni extraviados. Vacíos como una casa sin recuerdos.
—¡Eh! —me arrodillé, sin atreverme a tocarla—. ¿Estás bien?
No respondió. Su cuerpo temblaba. Alzó la cabeza con lentitud y miró el cielo gris.
—¿Qué haces aquí, niña?
Silencio. Y luego, una voz apenas audible, quebrada como una hoja seca:
—Le canto... a la nieve...
Miré alrededor. Tierra húmeda, hojas secas, ramas desnudas. No había escarcha. Ni rastro de invierno.
—No está nevando —le dije, suave—. ¿De dónde vienes?
Parpadeó como si le doliera. Como si cada gesto le costara un pedazo de sí misma. Y entonces, como una marioneta cortada, su cuerpo se desplomó.
—¡Oye! ¡No, no, no! ¡Despierta!
La atrapé antes de que su cabeza golpeara el suelo. Estaba helada. Como si llevara días muerta, pero solo ahora hubiera decidido respirar.
La cargué. Cada paso hacia la cabaña era una pregunta sin respuesta. ¿Quién era? ¿Por qué estaba ahí? ¿Y por qué el aire se había vuelto tan viejo, tan frío, tan... ajeno?
La cabaña se alzó entre los árboles como un refugio. Empujé la puerta con el hombro y entré.
El fuego estaba bajo. Avivé las brasas mientras la recostaba con cuidado sobre la cama de mi padre, cerca de la chimenea. Le quité los harapos mojados —respetando su cuerpo como quien envuelve una mariposa moribunda— y la cubrí con todas las mantas que encontré.
Sus labios seguían azules. Le hablé. No contestó. Pero respiraba.
—Vamos... aguanta —murmuré mientras hervía agua, mis manos temblando al encender la estufa.
Mientras esperaba, la observé. Había algo más. Marcas en su piel. No eran heridas. Ni tatuajes. Eran patrones. Como escarcha dibujada sobre un vidrio. Líneas blancas que recorrían sus brazos, como raíces heladas.
Eran parte de ella.
—¿Quién eres...? —susurré sin esperar respuesta.
Pero respondió.
—¿Dónde estoy...? —susurró sin abrir los ojos—. ¿Ya terminó el invierno...?
—Estás en mi casa. Te encontré congelándote. ¿Cómo llegaste aquí?
—El invierno... no me llevó de vuelta.
—¿Volver a dónde?
—A casa.
—¿Dónde es tu casa?
Sus ojos se movían con lentitud, escudriñando cada rincón como si todo le resultara nuevo. Como si el fuego le pareciera un milagro. Y por un instante, juro que vi estrellas atrapadas en su mirada.
No respondió. Pero sus dedos, aún dormidos, se aferraron a la manta como si temiera que el frío regresara por ella.
Me quedé ahí, en silencio, mientras la neblina comenzaba a deshacerse en la ventana. Y justo cuando el cielo se despejaba del todo... vi caer un copo de nieve.
Solo uno.
#5202 en Novela romántica
#2000 en Otros
#437 en Relatos cortos
ninfas lagos y secretos, romance accion atraccion drama, romance acción drama fantasia aventura
Editado: 20.09.2025