Cuando nieva en Junio

2

El fuego chispeaba en la estufa de hierro cuando ella abrió los ojos por segunda vez.

La primera había sido apenas un parpadeo, un destello entre el delirio y el hielo. Esta vez, en cambio, su mirada se sostuvo en la mía durante unos segundos. No dijo nada. Pero tampoco hacía falta.

La acomodé en el viejo sofá de cuero que heredé de mi abuelo. Tenía una taza humeante entre las manos —más por costumbre mía que por iniciativa suya— y una manta tejida hasta el cuello. Su cabello, aún húmedo, caía en mechones sobre sus mejillas pálidas.

No hablaba mucho.

—¿Tienes frío? —le pregunté una mañana, mientras le servía té caliente.

Ella miró la taza como quien ve un milagro por primera vez.

—¿Esto... arde? —preguntó, sin tocarla aún.

—Un poco —respondí—. Pero no quema, si soplas.

—¿Soplar?

Le mostré cómo, exagerando un poco el gesto. Ella me imitó con una torpeza delicada. El vapor bailó en el aire.

—¿Eso es soplar? —preguntó, como si acabara de aprender un hechizo.

Asentí, conteniendo la sonrisa.

No sabía cómo sostener la taza. Al principio pensé que temblaba por el frío, pero pronto entendí que era asombro. Era como si jamás hubiera visto una taza. Ni humo. Ni estufa. Ni madera tallada. Como si todo aquello le resultara una historia mal contada por alguien más.

—Puedes beberla —le dije con suavidad—. Es solo té.

Ella levantó los ojos. Blancos. Profundos. No vacíos, sino llenos de algo que aún no sabía nombrar.

—¿Té? —repitió—. ¿Es caliente?

—Sí. Y no muerde —intenté bromear.

Ella no rió.

En cambio, rozó la taza con los labios y luego la apartó. Observó el vapor como si en él buscara algo: figuras, animales, espíritus. Algo.

—¿Nunca has tomado té?

—Nunca había tomado nada. Solo agua.

Me quedé en silencio. Ella sopló otra vez, y al hacerlo, sus ojos brillaron con una chispa de maravilla.

—¿Por qué sale humo?

—No es humo, es vapor. Es el calor que sube.

—¿Y por qué quiere irse?

—¿Irse?

—Sí. ¿Por qué el calor sube y se escapa?

Tuve que sonreír. No sabía si era ingenua o si venía de un lugar tan distinto que sus preguntas tenían otro peso.

—Supongo que el calor no quiere quedarse atrapado —improvisé.

Ella asintió, como si eso bastara.

—¿Tú vives aquí?

—Sí. Desde hace años.

—¿Por qué?

Me encogí de hombros, algo sorprendido.

—Me gusta la tranquilidad.

Lo pensó unos segundos.

—¿Tranquilidad... es cuando todo se calla?

—No exactamente. Es cuando el ruido no molesta —dije, y por alguna razón, mis propias palabras me supieron distintas al decirlas frente a ella.

A veces la sorprendía observando cada grieta de la madera, como si pudiera leer en ellas. Otras veces, me seguía en silencio cuando salía a buscar leña. Caminaba descalza sobre la tierra húmeda, como si no sintiera el frío. Como si necesitara recordar cómo se sentía el mundo.

—¿No te duelen los pies? —le pregunté una tarde, viéndola pisar un charco con cuidado.

—¿Dolor? —repitió, pensativa—. A veces pica, a veces quema... pero también hace cosquillas. ¿Eso es dolor?

No supe qué decir. Solo la observé mientras sonreía levemente al pisar hojas secas, como si ese crujido le contara un secreto.

No me dijo su nombre. No insistí. A veces, las palabras tardan en llegar. Lo aprendí de mi madre, cuando se quedó en silencio durante semanas después de la muerte de papá.

Así que, al tercer día, le puse uno. Uno que le calzara como el silencio de su voz.

La llamé Nieves.

—No quiero regresar aún —dijo una noche. Abrí los ojos: no esperaba escuchar eso de ella—. ¿Puedo quedarme contigo?

—Claro. El bosque es grande. Pero este rincón es tuyo si lo quieres.

—¿Entonces... tengo un rincón?

Asentí. Ella no sonrió, pero sus ojos se encendieron apenas.

Una tarde, la encontré en el umbral, con la puerta abierta de par en par. El viento entraba como un intruso. Ella estaba allí, con los pies descalzos sobre la madera helada, mirando al cielo.

—¿Qué haces? —pregunté, cerrando la puerta tras de mí.

—Escucho —dijo, sin mirarme—. El cielo habla cuando está nublado.

—¿Y qué dice hoy? —seguí el juego, pero ella no lo entendió como broma.

—Dice que vendrá pronto.

—¿Quién?

Se volvió hacia mí con esa expresión suya, difícil de descifrar. Una mezcla entre ternura y melancolía.

—La nieve.

Estaba sentada con las piernas dobladas bajo la manta, el rostro vuelto hacia el cielo gris. Fue la primera vez que la oí cantar. Su voz no tenía palabras, o al menos no en un idioma que conociera. Era suave, como el murmullo de las ramas en invierno. Lenta, casi dormida. El tipo de canción que se canta para que alguien no despierte.

Cuando terminó, le pregunté:

—¿Por qué cantas?

No se volvió. Seguía mirando al cielo, hacia las nubes que aún no traían la nieve.

—Le canto a la nieve —respondió, como si fuera lo más obvio del mundo.

El campo seguía verde. Junio apenas comenzaba. Pero ella... ella cantaba como si ya nevara por dentro.

—Pero... no está nevando.

Ella sonrió por primera vez desde que la conocí. Fue apenas un gesto.

—Entonces cantará más tarde.

Una mariposa entró esa noche.

Fue un accidente. Las ventanas estaban entreabiertas, y el calor del fuego la atrajo. Volaba torpemente, chocando contra los cristales. Nieves la observó en silencio. Sus ojos seguían cada batido de alas con un brillo reverente, como si aquella criatura fuera sagrada.

—¿Está buscando el cielo?

—No. Solo intenta salir —le expliqué—. No entiende el vidrio.

—¿Y morirá por eso?

Antes de que pudiera responder, la mariposa cayó, exhausta.

Nieves se arrodilló junto a ella. La tocó con un dedo, con extrema delicadeza. Luego llevó las manos a su rostro. Tocó sus mejillas húmedas, confundida.

—¿Qué... me pasa?




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