Junio llegó sin nieve.
Los días eran grises, húmedos, tibios a ratos. Por las mañanas, la niebla cubría el bosque como un velo que tardaba en levantarse, y la cabaña olía a leña, a pan recién horneado, a las primeras promesas del verano.
Ella pasaba horas mirando las gotas deslizarse por los cristales, como si fueran relojes líquidos que midieran el tiempo de otro mundo.
Y yo... yo comencé a medir el tiempo con sus silencios.
Nieves se había vuelto parte de mi rutina.
Cada día le enseñaba algo nuevo:
A leer las palabras de un cuaderno viejo que encontré en el desván.
A dibujar figuras en el vaho de las ventanas.
A seguir los compases de la radio, aunque ella prefería inventar sus propios ritmos, golpeando suavemente la mesa con los nudillos, como si tocara una melodía que solo ella podía oír.
A veces paseábamos por el bosque. Caminaba con los brazos extendidos, rozando las hojas como si fueran seda encantada. Se detenía a observar un escarabajo, una flor cerrada, o la forma en que la luz del sol se colaba entre las ramas.
—Todo esto vive sin saber que vive —susurraba, con una ternura extraña, casi antigua.
Otras veces, sin previo aviso, se detenía a llorar. Lágrimas silenciosas, sin sollozos ni drama. Como si algo demasiado grande intentara salir y no encontrara otra forma.
—¿Qué sientes? —le pregunté una vez, en voz baja, como si el bosque pudiera oírnos.
—Recuerdos de cosas que no entiendo —respondió, sin mirarme.
Y al día siguiente, reía. Cantaba a la luna con los ojos cerrados, con la voz tan baja que parecía que le susurraba secretos que no quería romper.
Una noche incluso bailó descalza bajo la lluvia.
—¿Estás loca? —le grité desde el umbral, riendo.
—¡Se siente bien! —me gritó de vuelta, con los brazos abiertos al cielo.
—¡Te vas a enfermar!
Y se enfermó, claro. Terminé cuidándola al lado del fuego durante tres días.
Una tarde, mientras cocinábamos —yo cortando zanahorias, ella observando cómo burbujeaba la sopa—, se hizo un silencio largo entre nosotros.
A veces no hablábamos mucho. Pero esa vez, me atreví:
—¿Puedo preguntarte algo? —dije, mientras vertía agua caliente en dos tazas—. ¿Por qué le cantas a la nieve?
Ella giró la cabeza. Su cabello blanco caía como una nube sobre sus hombros. Me miró con esos ojos pálidos que solían parecer vacíos, pero que ahora tenían peso.
Un ancla.
—Te he visto juntar las manos frente a una cruz —respondió, sin ironía—. ¿Por qué le rezas a alguien que no ves?
Me quedé en silencio. El cuchillo dejó de moverse.
No supe qué decir. Ni siquiera sabía si quería intentarlo.
Ella volvió la vista hacia la estufa y suspiró.
Esa noche no pude dormir. La vela parpadeaba en la repisa. Nieves dormía junto al fuego, abrazada a otra vela encendida, como si la luz la protegiera de algo que comprendía demasiado bien —o que había aceptado sin remedio.
Y su cuerpo...
Despedía un vapor tenue, casi invisible.
No como el de alguien que respira en invierno.
Era como si su piel comenzara a deshacerse en hilos de niebla. Como si estuviera... evaporándose.
Me acerqué sin hacer ruido. Ella respiraba tranquila, pero el aire a su alrededor era más espeso, más frío.
Tocarla fue como posar la mano sobre la superficie de un lago a punto de congelarse.
Tragué saliva. El corazón me latía con fuerza.
—¿Qué te está pasando...? —susurré, sabiendo que ella ya lo sabía.
No quise despertarla.
Solo me senté junto al fuego, con los codos sobre las rodillas, y me quedé ahí, vigilando.
Como si pudiera protegerla del deshielo que traía consigo.
A la mañana siguiente, el cielo amaneció más blanco. Pero aún no nevaba.
Estábamos en el porche, envueltos en mantas, con tazas de té en las manos, observando cómo la niebla se disolvía entre los pinos.
—¿Lo viste anoche? —preguntó, sin mirarme.
—Sí.
Asintió. Su expresión era tranquila. Resignada. No del todo triste.
—Mi tiempo aquí se acaba —dijo, con voz serena—. Pronto vendrá la ventisca.
Tardé en entender.
—¿Qué ventisca?
—La de siempre —dijo—. La que me llama. La que me busca. La que me hizo.
—¿Y si no respondes?
Bajó la vista y colocó su mano sobre la mía. Sus dedos estaban fríos, pero no dolían.
Se acercó despacio. Apoyó la frente contra la mía. Su piel ya no era hielo. Era fresca, como si empezara a pertenecer un poco más a este mundo.
—Isaac —susurró por primera vez, diciendo mi nombre—. Quédate despierto cuando la nieve comience. Prométemelo.
—¿Por qué?
—Porque quiero que me recuerdes cuando el bosque se cubra de blanco.
Y entonces cerró los ojos.
Cantó una última vez.
Una canción sin letra.
Y en su voz entendí que junio traería la ventisca.
Pero también... algo más.
Algo que, desde ese día, nunca más pude olvidar.
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Editado: 20.09.2025