Cuando nieva en Junio

4

Esa tarde, el bosque se quedó en silencio.

No cantaban los pájaros. No se escuchaban ramas crujir bajo las ardillas. Solo el viento, deslizándose entre los troncos desnudos, recorría la ladera como un susurro antiguo, como una advertencia sin palabras.

El cielo era una manta gris, estirada hasta el horizonte, sin una sola costura, sin la más mínima promesa de sol.

Nieves no durmió esa noche.

Andaba descalza por la casa, flotando como un fantasma. Sus pies se deslizaban sobre la madera vieja, y cada crujido parecía un suspiro. Miraba por las ventanas, una tras otra, como si esperara ver algo ahí afuera... o temiera que algo dentro de ella empezara a desaparecer.

El fuego chisporroteaba apenas en la estufa. Fui a buscar una manta, se la puse sobre los hombros y me quedé a su lado.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

No me respondió. Tenía la mirada perdida más allá del cristal, clavada en la noche, como si estuviera viendo algo que yo aún no era capaz de entender.

Y entonces empezó.

Primero fueron unos pocos copos, sueltos, casi tímidos. Pero al poco rato, una ventisca cayó con fuerza, en silencio, cubriéndolo todo en cuestión de minutos.

No era una nevada cualquiera.

Era esa nevada.

La de junio.

La que no debería existir en este lado del mundo.

La que venía por ella.

Nieves se sentó frente al fuego, abrazando sus piernas. Tenía los ojos bien abiertos, como si esperara oír una voz que solo ella podía reconocer. El resplandor anaranjado del hogar dibujaba su silueta temblorosa. Pero en su rostro no había miedo. Era otra cosa.

Una tristeza vieja. Un duelo sin fecha.

Como si su alma ya supiera lo que su cuerpo aún trataba de negar.

Me acerqué y me arrodillé frente a ella.

—¿Qué viene, Nieves?

Su respiración era agitada, como si luchara por no soltar el último hilo que la sostenía aquí.

Yo también lo sentía. Una parte de mí ya lo sabía. Pero no quería creerlo.

Le tomé los hombros, suave pero firme. Finalmente, me miró.

Sus ojos estaban llenos de algo profundo. Dolor, sí. Pero también ternura. Humanidad.

—La ventisca... —susurró. Apenas movía los labios.

—¿Qué significa?

Y entonces me miró de verdad.

Por primera vez en semanas, sus ojos dejaron de ser un misterio. Ya no eran opacos. Estaban vivos.

—¿Quién eres? —pregunté, apenas audible.

Su boca tembló, como si no supiera si reír o llorar.

—Solo soy una ninfa.

Me alejé un poco. No por miedo. Por certeza.

Todo encajaba. Sus ojos sin pupilas. Su piel helada. Esa forma extraña de sentir todo intensamente sin saber explicarlo. El vapor que salía de su cuerpo cuando dormía. Su canto. Su llanto.

Y el tiempo.

Ese maldito tiempo que parecía tener prisa con ella.

—Una vez al año —continuó— una de nosotras baja a la tierra. Somos hijas del agua y del invierno. No tenemos nombre. Solo memoria. Venimos a probar lo que ustedes llaman vida: la luz, el tacto, las lágrimas... Y luego, regresamos al agua.

—¿Qué agua? —pregunté, con la garganta hecha un nudo.

—El río que duerme bajo el hielo.

Me senté frente a ella, apoyando mi frente en sus rodillas. Sentí su mano sobre mi cabello. Fría, temblorosa, frágil.

—¿Y si te quedas? —pregunté, con la voz hecha pedazos.

Negó con la cabeza, apenas.

—Si me quedo... me rompo. Ya lo estoy haciendo. Por eso el vapor. Por eso me canso. La ventisca viene antes de que mi cuerpo se termine de quebrar.

—¿No hay forma de evitarlo?

Cerró los ojos. Las lágrimas le rodaron por las mejillas, lentas, calladas.

—La vida humana pesa. He aprendido tanto... he sentido tanto. Pero no puedo sostenerlo para siempre.

—Nieves... —le tomé el rostro entre mis manos— tú no eres un recuerdo. No eres un sueño. Eres real. Te amo.

Ella me miró como si quisiera grabar mi rostro en la nieve.

—¿Sabes por qué bajamos? —susurró—. Para entender por qué duele ser humano.

Y se inclinó para besarme la frente.

Su tacto, por primera vez, fue tibio.

No como el fuego. Como una brasa al borde de apagarse.

Nos acostamos juntos en el suelo, abrazados bajo mantas viejas. La vela al lado parpadeaba.

Apoyó su cabeza en mi pecho. Cerró los ojos.

—Quédate conmigo —le rogué—. Si vas a irte... quédate hasta el final.

—Siempre estuve contigo —susurró—. Solo tú no lo sabías.

Esa noche no dormí. No pude.

Recé. Lloré.

Me aferré a ella como si pudiera convencer al universo de dejarla quedarse.

La sentí respirar. Sentí su cuerpo cada vez más liviano. Como si se estuviera disolviendo lentamente en el aire. Como un suspiro que no termina nunca.

Y cuando amaneció... su lado del colchón estaba frío.

Pero ella ya no estaba.




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