Desperté con una sensación helada en la espalda.
No por el clima.
Por la ausencia.
El silencio fue lo primero. Pero no un silencio cualquiera. Era de esos que no se oyen, se sienten. Que no viene del mundo, sino de adentro.
Su lado de la cama estaba vacío, aunque la forma de su cuerpo seguía ahí, hundida en las sábanas con una delicadeza casi cruel. Aún olía a ella. A menta y leña húmeda.
Me incorporé despacio. El cuerpo me pesaba. Como si llevara encima algo que no quería nombrar.
Recorrí la casa, llamándola.
—¿Nieves?
Nada.
—¡Nieves!
Nadie respondió.
Solo la ventisca, a lo lejos, rugiendo entre los árboles.
Mis pasos me llevaron hasta la puerta. Ni siquiera lo pensé. Todo seguía igual en la cabaña, como si ella se hubiera desvanecido sin molestar nada. Solo el fuego en la estufa crepitaba débilmente, como si también supiera.
Afuera, la nieve caía en gruesos copos pesados. No era una nevada. Era una caída. Una entrega. El bosque entero parecía sepultarse a sí mismo bajo ese blanco imposible.
—¡Nieves! —grité. La garganta me ardía.
Nadie contestó.
Solo el viento, como un animal viejo, herido.
Avancé. Sin rumbo. Solo con esa necesidad urgente de seguir.
La nieve me tragaba los pies. Las ramas me arañaban la cara. El aire me cortaba al respirar. Pero no me detenía. No podía.
Y entonces lo sentí.
Un tirón en el pecho. Como un hilo invisible que me arrastraba. Una fuerza más antigua que el miedo.
Corrí.
Me tropecé. Me levanté. Corrí otra vez.
No tenía dirección. Solo tenía deseo.
No había prometido no buscarla.
Y aunque lo hubiera hecho... habría roto esa promesa.
Llegué al arroyo.
Ese mismo lugar donde la vi por primera vez. Temblando. Descalza. Con los labios morados y los ojos llenos de invierno.
Ella no sabía su nombre. Pero sabía cantar.
Cantaba como si su voz le perteneciera al viento.
Y ahí estaba.
Otra vez.
De pie, sola, en el mismo claro.
Su vestido flotaba alrededor como niebla. Su piel empezaba a cuartearse, despacio, como porcelana cansada. Líneas finas se extendían por sus brazos, por sus mejillas. El cabello, blanco como la tormenta, se movía sin que soplara brisa. Y sus ojos... ya no parecían ver. Parecían despedirse.
Corrí hacia ella.
—¡Nieves! —grité, con la voz rota.
Ella se giró.
Y sus ojos... tenían pupilas.
Y me miraban.
Con ternura. Con algo que dolía y sanaba al mismo tiempo.
Por un segundo, temí que no me reconociera.
Pero entonces sonrió.
Y volví a respirar.
—Me alegra que hayas venido —dijo, con esa voz que nunca supe si era canto o suspiro.
—No me hagas esto —me acerqué, desesperado—. No quiero perderte.
Bajó la mirada.
—No pertenezco aquí —susurró.
—Sí perteneces —extendí la mano—. Quédate. Solo un poco más. Un invierno. Un día. Una hora.
Ella sonrió.
Pequeño.
Bello.
Letal.
—No es el fin del mundo —dijo—. Solo el fin del invierno.
—¿Y qué soy yo sin tu invierno? —pregunté, acercándome más.
Toqué su rostro.
Frío.
Pero no como hielo.
Como el aire que ya no respira este mundo.
Me miró con una calma que partía el alma.
—Gracias por buscarme —dijo, y en sus ojos brillaba algo que parecía amor.
Y entonces sucedió.
Empezó a deshacerse.
No con dolor. No con miedo.
Con belleza.
Con la misma gracia con la que llegaba cada junio.
Su cuerpo se quebró en silencio.
Y se convirtió en copos.
Miles.
Danzando a mi alrededor como si ella estuviera cantando por última vez.
Me quedé de pie. Con la mano extendida.
Vacía.
Caí de rodillas.
El frío se me metió en el pecho, pero ya no lo sentía.
Algo en mí se agrietó también. Como si, al irse, hubiese dejado una herida que no sangra, pero nunca cierra.
Quise llorar.
Pero no me quedaban lágrimas.
Solo el eco de su canción.
Volví a la cabaña mucho después. No sabría decir cuánto tiempo pasó.
Nada volvió conmigo.
Solo la nieve.
Y esa voz que, cada vez que regresa el invierno, aún me llama desde el arroyo.
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Editado: 20.09.2025