1| Fotografías delatoras.
Hoy es un buen día.
Para atropellar a tu ex.
O más bien, a un futuro ex.
Me obligo a mí misma a reducir la velocidad al percatarme de la presencia de un semáforo en rojo, piso el freno y mientras espero a que los segundos pasen, mis ojos viajan al asiento del copiloto.
Un sobre abierto con dos fotos de mi novio descansa sobre él; en la primera imagen hay un grupo de amigos tomándose una selfie en lo que parece ser una estancia o un campo, el que se supone es mi novio está de espaldas y viste un jersey desgastado con el símbolo de Nirvana, inconsciente de que le están tomando una fotografía. Mientras que la chica que está a su lado tiene las manos rodeándolo del torso y solo se le distingue su pelo con tinta rosa.
La segunda imagen es una secuencia a la primera, solo que de un ángulo diferente. Donde quedan a la vista las pecas cafés de mi novio, su nariz respingada y su pequeña cicatriz en la mejilla a causa de una mala sesión de patín sobre el hielo, besándose con ella.
No hay forma de excusarlo esta vez.
No hay venda más gruesa que pueda ocultar la verdad.
Fred me está metiendo los cuernos.
Y yo los he pillado por ser una maldita stalker de redes.
No puedo evitar soltar un golpe al volante antes de poner el coche en marcha de nuevo. Se supone que hoy iba a ser un día alegre, mi último día de trabajo antes de ausentarme del país para realizar el viaje que he esperado durante años. Y al cual Fredd me acompañaría.
Pero no.
Lo arruinó todo.
El viaje por el que había estado ahorrando tres años completos, planeando desde los quince y esperando por veintiún años enteros.
Un viaje que había sido planeado cuidadosa y detalladamente.
Y que por culpa de un instante se había destruido.
Un instante y unos buenos cuernos.
Lo que más me encabrona ahora es saber que no puedo ir a enfrentarle. No puedo ir y tirarles las fotos a la cara para gritarle e insultarle en todos los idiomas posibles, no puedo llegar a su casa y pincharle las ruedas del coche, armar un escándalo o recibirlo con una bofetada. No puedo encararlo, porque el muy bastardo ni siquiera está en la ciudad.
Está en el medio del campo, entre las vacas y el heno, cumpliendo sus pasantías en la universidad de agronomía en un rancho sin wifi.
Ojalá y le toquen todas las vacas estreñidas para examinar.
Doblo en una esquina rumbo a mi departamento, cruzando por la avenida principal y me cuestiono si seguir el camino corto hasta mi casa o salirme de la ciudad para ir a buscar explicaciones de infidelidad entre las vacas mientras vago sin rumbo por la gran manzana de Manhattan.
Es una hora pico de la tarde, los niños salen de la escuela, las tiendas vuelven a abrir sus puertas luego del descanso y la gente corre de un lado al otro para llegar temprano a su casa.
¿Qué se hace en situaciones como esta? ¿Lo acuso directamente? ¿Me hago la tonta y lo cuestiono de manera sutil? ¿O hago chistes irónicos sobre varitas mágicas que fueron a parar a otro sombrero?
Cuando cruzo la intersección me vuelve a tocar un semáforo en rojo, y para variar tengo una larga fila de coches delante, mi mirada viaja a los hombres y mujeres que circulan por la peatonal. La gente camina presurosa por la calle, algunas empujan a contracorriente, otras caminan distraídas. Distintas tonalidades de piel y siluetas cruzan la acera delante de mi coche. Distintas alturas, distintas maneras de vestir, de caminar. Distintas personas que pasan como una ráfaga de viento.
Personas absortas en su mundo. Preocupadas por sus propios asuntos, nerviosas de presentarse por primera vez a una entrevista de trabajo, o preocupados por estar llegando tarde a una cita... Gente que es ajena a los problemas del resto y no se percata de lo que pasa en su entorno.
Aunque ¿quién puede culparlos por eso? A veces es tan complicado lidiar con los problemas de uno mismo que el hecho de intentar sobrellevar los de los demás ni siquiera se pasa por nuestra mente.
No es egoísmo, es sobrevivencia. ¿Cómo pararnos a echarle un salvavidas a otro cuando nuestro propio barco se está hundiendo?
Es una ley de vida, la fortaleza es quien somete a la debilidad y el débil lucha por que haya alguien más débil que él para que tome su puesto.
Creamos pequeñas batallas para demostrar que somos más resistentes, nos creamos una máscara para ocultar las lágrimas y nos vestimos con armaduras de acero para refugiar las heridas que nos hacen sentir vulnerables. Yo me siento vulnerable en este momento y es por eso que me pregunto si entre toda esta gente, habrá alguien que se sienta de la misma o peor manera que lo hago yo.
Cuando el semáforo cambia, doblo en una lateral y estaciono el auto a unos metros de mi hogar. Quiero llegar a casa y dormir, pero todavía me faltan por caminar un par de cuadras para llegar. No tenemos estacionamiento particular en nuestro departamento, así que me toca dejarlo ahí, con el miedo de que una mañana venga y el auto ya no esté.
Hay que vivir con el corazón desbordando del pecho, dicen.
Apago el auto y lo cierro con seguro, mis ojos observan mi bolso y las fotos que reposan en el asiento del copiloto. Me decido si llevármelas conmigo o no; si pasarme toda la noche en vela, torturándome sin dejar de observarlas o dejarlas ahí como si no existieran.
Al diablo, si se roban el auto al menos que se lleven las fotos con él.
Bajo y me encamino a pie al bullicio de gente apresurada que cruza las avenidas. Oigo que la gente habla y oigo sus distintas conversaciones, pero no escucho nada en realidad. Mi mente está perdida divagando. Me pregunto qué hubiese ocurrido si nunca me hubiese percatado de la infidelidad de mi novio. Me pregunto qué hubiese ocurrido si me hubiera enterado de ella antes.
El departamento de Rose me recibe con su habitual aire acogedor, un pequeño lote en el tercer piso que está sobre el local de una veterinaria. La clínica de animales y pulgas Dyer, la familia numerosa que vive en el departamento de al lado.
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Editado: 17.08.2025