Cuando salga el sol

19 | Personas fugaces

Mi madre nos dejó de lado cuando tenía poco más de cinco años. Creo que desde ese momento empecé a ser consciente de la fugacidad de las personas y del silencio que dejan cuando se van. Fue la primera vez que viví el abandono, y lo más triste es que no fui capaz de procesarlo hasta que fui un poco más mayor. Quizá se debía a que a escondidas seguía esperando que regresara.

Tenía seis años la primera vez que mi hermano me acompañó a las ferias de la ciudad. Aquel mismo año, tras terminar sus estudios, empezó a trabajar en un bar situado en el centro, a media hora de casa. Todavía recuerdo lo entusiasmada que me sentía al saber que mi hermano se había hecho «mayor». Él siempre se reía de mi extraña felicidad, era demasiado pequeña como para leer el cansancio en su mirada. Años más tarde entendí que nuestra situación económica había empeorado con la ida de nuestra madre y que Mavric se había visto obligado a abandonar sus sueños para ayudar a papá con la casa.

Terminé aquella noche de ferias con un enorme algodón de azúcar que mi hermano me había comprado. Agarrada a su mano, caminábamos entre las luces de colores que iluminaban la noche. Observaba cada atracción con emoción mientras Mavric me recordaba que al llegar a casa tendríamos que guardar silencio para no despertar a papá. A mitad de su explicación, una figura conocida llamó mi atención. Como una abeja que va directa al polen, solté su mano y corrí tan rápido como pude. Me hice paso entre la gente hasta que pude llegar a la mujer de mediana edad que se hallaba de espaldas a mí.

—Mamá —pronuncié estirando de su camiseta. Mi sonrisa se borró cuando un rostro desconocido me miró. Me quedé helada en el sitio.

Alguien tiró de mí hacia atrás y cuando me di la vuelta encontré a mi hermano agachado frente a mí. Se disculpó con la mujer con una sonrisa nerviosa. Su mirada cambió cuando me miró. Estaba enfadado.

—¿Por qué te has ido corriendo? —preguntó con el ceño fruncido y las facciones tensas. Rara vez veía esa expresión en él, así que me encogí en el sitio—. Me has asustado, Dahila. Podrías haberte perdido.

—Quería ver a mamá —respondí en un hilo de voz.

—Esa no era mamá.

—¿Y cuándo volverá a casa?

—Mamá no va a volver —respondió con una brusquedad que me paralizó.

Incluso antes de que me diera tiempo a procesar sus palabras, mi barbilla ya estaba temblando. Mavric miró hacia otro lado y maldijo en voz baja. Se mantuvo unos segundos en silencio, mirando el algodón de azúcar lleno de tierra que sostenía en una mano y que suponía que se me había caído cuando había echado a correr. Su enorme mano en comparación con la mía seguía rodeando mi brazo. Nerviosa por su aparente enfado, me zafé de su agarre, acción que le hizo volver a mirarme. Sus ojos reflejaban algo pesado y triste.

«Mamá no va a volver».

—Perdón —exhaló—-. No debería haberte hablado así.

Aparté la mirada con nerviosismo. Mavric apretó las coletas de mis dos pequeños moños y tomó mi barbilla para que lo mirara.

—¿Me perdonas?

Miré los lacitos de mis sandalias antes de responder:

—Tienes sueño —apunté como razón de su anterior expresión, le había visto bostezar muchas veces—. Cuando una persona tiene sueño se puede enfadar más fácilmente, por eso no podemos hacer ruido por las noches. Papá tiene que dormir para estar feliz.

Mavric asintió con una diminuta sonrisa en los labios. Alzó una mano para acariciar un ricito rebelde que se alzaba sobre mi sien.

—Sí, tienes razón, pero eso no excusa mi comportamiento. Te he hablado mal y te pido perdón.

—Tienes sueño —volví a decir.

—Sí, Dahila. Tengo sueño, estoy cansado y me duele todo el cuerpo, pero no por ello tengo derecho a hablarte mal. Tú no tienes la culpa de que mi día haya sido una mierda. —Mis cejas se arquearon al escuchar la palabrota, Mavric me dedicó una sonrisa algo cansada—. ¿Lo entiendes?

—Entonces... ¿estás castigado?

Mi hermano soltó una carcajada que me supo mejor que el algodón de azúcar. Me uní a su risa.

—Eso parece —respondió cuando se puso de pie. Estiré mi mano hacia él y con una mirada más calmada y cálida, entrelazó sus dedos con los míos—. ¿Quieres que te compre otro algodón de azúcar?

Negué con la cabeza y tiré de él. 

—Quiero volver a casa.

—¿Estás segura? Puedo comprarte otra cosa. ¿Qué te parece volver a montar en los autos de choque?

—A casa —insistí—. Estás cansando. Quiero que duermas mucho.

—¿Por qué?

Le dediqué una sonrisa sobre mi hombro.

—Porque así no me tendrás que volver a pedir perdón.

Veinte minutos más tarde, mientras me ponía el pijama para irme a dormir, mi hermano me quitó los moños que papá me había hecho y desenredó mi cabello. Me subí de un salto a la cama y abracé a mi peluche favorito. Una entrañable sonrisa tiró de sus labios cuando se sentó en el bordillo de mi cama.

—¿Te lo has pasado bien? —preguntó en voz baja para no hacer mucho ruido. Asentí con énfasis—. Genial. Yo también me lo he pasado muy bien.

—Eso es mentira —solté señalándolo con mi dedo índice—. No te has montado en nada.

—¿Me llamas mentiroso? —cuestiona llevándose una mano al pecho—. No es justo, estoy diciendo la verdad.

—No has hecho nada.

—Te he visto disfrutando con esta gigantesca sonrisa tuya que tanto me gusta. —Reí cuando apretó mis mofletes—. Cada uno es feliz a su manera, Dahila. Y yo lo soy cuando tú lo eres.

Abracé con más fuerza mi peluche. Su atenta mirada me examinó durante unos segundos.

—¿Echas de menos a mamá? —Cuando su voz sonaba así, tan dulce y suave, me daban ganas de cerrar los ojos y escucharla hasta quedarme dormida.

—Mucho —admití en voz baja—. ¿Cuándo volverá?

—Mamá está... trabajando. Está muy ocupada.

No era algo raro para mí. Desde que tenía uso de razón, mamá solía ausentarse mucho debido a su trabajo. Estaba acostumbrada a echarla de menos. 




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