Cuando se apaga la luz

La última vela de San Velorio

La neblina descendía espesa sobre el valle cuando las campanas de la capilla comenzaron a sonar. Eran tañidos graves, apagados, que parecían venir desde el fondo de la tierra más que del campanario. Los aldeanos, envueltos en capas y miedo, se reunían en la plaza, guiados por el resplandor tembloroso de cientos de velas. Ninguna antorcha, ningún farol: solo velas, como si el fuego mismo temiera arder demasiado alto.

San Velorio, el pequeño pueblo encajonado entre montes y ciénagas, olía esa noche a cera derretida, a madera húmeda y a pecado.
En el centro, sobre un madero ennegrecido, aguardaba la acusada.

¡Bruja! —gritó alguien desde el gentío.
¡Endemoniada! —añadió otro.
Los ecos se multiplicaron como moscas sobre la carne abierta.

La mujer, de cabello enmarañado y ojos profundos, mantenía la mirada fija en el sacerdote. Su nombre era Inés del Monte, y todos juraban que su risa hacía temblar las paredes de las casas. Decían que había curado a un niño moribundo con solo soplarle la frente; que hablaba sola frente al río; que, al caer la noche, su sombra caminaba antes que ella.

El padre Mateo Espinosa, un hombre de rostro enjuto y sotana desgastada, levantó una cruz ennegrecida.
—En nombre del Altísimo, esta mujer será purificada por el fuego —dijo con voz temblorosa.
Su mano, sin embargo, no dejaba de temblar.

Porque él también recordaba que Inés le había salvado la vida un invierno atrás, cuando una fiebre lo había dejado delirando. Recordaba cómo ella, sin pedirle nada, le había hecho beber un brebaje amargo.
Pero ahora no podía dudar: el Obispado había enviado cartas, y el rumor del demonio corriendo entre los montes era ya incontrolable.

Los aldeanos encendieron las antorchas. El fuego se reflejó en los rostros como una enfermedad.
Inés sonrió.
No soy yo quien debe temer a la llama —susurró.
El viento la escuchó antes que el padre Mateo.
—¿Qué dices, impía?
—Que cuando la última vela se apague, ustedes verán lo que llaman “pureza” en su forma verdadera.

El padre dudó un instante, pero el capitán de la guardia, Esteban Morales, no. Empapado en sudor y vino, prendió el madero.
Las llamas subieron, lamiendo la piel de Inés.
El aire olía a azufre, aunque nadie lo notó. Nadie salvo el pequeño Samuel, el monaguillo de trece años, que juró haber visto entre las llamas dos ojos distintos a los de la mujer: ojos enormes, rojos, como brasas en la oscuridad.

Inés gritó, pero no de dolor. Era un canto, una oración invertida, una letanía que atravesó la plaza y se hundió en los oídos de todos.
El fuego crepitó, y justo antes de que la llama devorara la última hebra de su cabello, ella exhaló una palabra:
Oscuridad.

Esa noche, el fuego no se apagó por completo.
Las llamas se volvieron negras, y un silencio tan espeso cayó sobre el pueblo que ni los grillos se atrevieron a cantar.

Cuando amaneció, la pira estaba fría. En su centro, entre las cenizas, quedaba solo una vela intacta. Nadie recordaba haberla puesto allí.
El padre Mateo, con las manos temblorosas, la levantó.
—Que esta vela arda por ella —murmuró—. Que mientras tenga luz, la oscuridad no nos reclame.

La colocó en el altar mayor de la capilla y juró mantenerla encendida por los siglos de los siglos.
Desde entonces, cada noche, alguien del pueblo debía quedarse despierto vigilando la llama. Era la Vela de la Vigilia. Nadie sabía por qué, pero cuando se acercaba a extinguirse, el aire dentro de las casas se volvía helado, los animales se agitaban, y voces susurraban desde los rincones.

Años más tarde, el padre Mateo moriría frente a esa misma vela, con los ojos abiertos y una expresión de horror. El monaguillo Samuel juró haberlo encontrado así, con las uñas clavadas en la madera del altar.
El fuego seguía ardiendo.
Pero cuando intentó encender otra vela para alumbrar la estancia, la mecha no prendió.

Y fue entonces cuando, desde la sombra del confesionario, una voz suave —la misma que había escuchado entre las llamas años atrás— le dijo:
Apágala, Samuel. Solo apágala... y sabrás quién soy.

El muchacho huyó, dejando caer la vela al suelo.
Esa noche, por primera vez, la luz tembló.




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