Habían pasado doce inviernos desde la quema de Inés del Monte.
San Velorio seguía siendo un pueblo pequeño, atrapado entre la montaña y el pantano, un lugar donde la neblina parecía tener alma y los rezos se confundían con los gemidos del viento.
La Vela de la Vigilia, aquella que el padre Mateo había dejado encendida en el altar mayor, seguía ardiendo día y noche. Nadie sabía cómo. Su cera no se consumía, su llama no menguaba, y sin embargo, los más viejos decían que últimamente su luz titilaba con una cadencia que parecía respirar.
Desde la muerte del padre Mateo, la capilla estaba bajo el cuidado de don Aurelio Castañeda, un hombre de fe estricta y mirada hueca, elegido por el consejo del pueblo para continuar el juramento. Vivía solo, encerrado entre rezos y un miedo que no se atrevía a confesar.
Su esposa y sus dos hijas habían desaparecido una noche, años atrás, cuando él se durmió durante la guardia de la vela. Desde entonces, nadie mencionaba ese hecho en voz alta.
Pero todos sabían lo que había ocurrido: cuando despertó, el altar estaba cubierto de hollín y en las paredes había marcas como garras. La vela seguía ardiendo… pero su cera se había tornado roja, como si llorara sangre.
Aquella noche de octubre, el aire en San Velorio estaba distinto. Los perros no ladraban. Los niños, por orden de sus padres, fueron llevados temprano a casa. Solo los más viejos permanecieron en las puertas, murmurando oraciones.
En el campanario, la cuerda se balanceaba sola.
Y en la capilla, don Aurelio encendía una docena de velas menores alrededor del altar, temiendo que la Vigilia vacilara otra vez.
—No nos falles —susurró al fuego—. No nos dejes sin luz.
El sonido de la cera derritiéndose fue lo único que respondió.
Y luego, un leve murmullo, como un suspiro dentro del templo.
—Aurelio...
El hombre se volvió de golpe.
Nadie.
Solo el eco de su propio aliento.
Se arrodilló frente al altar, cerró los ojos y comenzó a rezar.
Pero la voz volvió, más cerca, más cálida.
—Aurelio... no temas.
La reconoció al instante. Era Teresa, su esposa.
Su corazón se encogió, las lágrimas le nublaron la vista.
—No... no puede ser... —balbuceó.
La voz rió, suave, casi humana.
—¿No me pediste una señal del perdón divino? Aquí estoy.
Él alzó la mirada.
Detrás del altar, entre los reflejos de las velas, una silueta tomaba forma: un rostro familiar, los ojos negros y vacíos, la piel cenicienta.
—Teresa...
—Apaga las otras luces, Aurelio. Déjame verte bien.
Él tembló.
—No puedo. Sabes lo que ocurre si...
—¿Aún temes a la oscuridad? —interrumpió ella—. Yo ya no. Aquí, donde estoy, no existe el miedo. Solo paz.
Don Aurelio, quebrado por el dolor, tomó una de las velas y la apagó con un soplido.
El humo subió lento, espeso.
Nada pasó.
Entonces apagó otra.
Y otra.
Y otra.
El resplandor fue menguando, hasta que solo quedó la Vela de la Vigilia, alta y solitaria, ardiendo en medio del altar.
Teresa extendió la mano.
Su sombra se proyectó sobre las paredes, larga, distorsionada, tocando los crucifijos y los bancos.
—Ven, amor —dijo—. No temas más.
Aurelio dio un paso hacia ella.
Pero la llama de la Vigilia comenzó a titilar.
El aire se volvió helado.
Los bancos crujieron como si alguien invisible los empujara.
Y entonces lo escuchó: un murmullo de muchas voces, todas iguales, todas femeninas, rezando al revés.
Era la misma letanía que había pronunciado Inés antes de morir.
La luz se extinguió.
Solo un instante.
Apenas un parpadeo.
Cuando volvió, Teresa ya no estaba.
En su lugar, el altar estaba cubierto de huellas quemadas, y la vela, antes blanca, lloraba cera roja, espesa, como sangre fresca.
Aurelio cayó de rodillas, gritando.
El eco se llevó su voz por toda la iglesia, hasta perderse en los montes.
Esa noche, los aldeanos vieron una columna de humo oscuro salir del campanario y oyeron los bronces tañer solos, llamando a misa de medianoche sin sacerdote.
Desde entonces, la gente del pueblo comenzó a decir que la cera de la Vigilia llora cuando un alma se pierde.
Y a la mañana siguiente, cuando abrieron la capilla, no encontraron el cuerpo de don Aurelio. Solo un rastro de ceniza que comenzaba frente al altar y se perdía en la puerta trasera, como si algo se lo hubiera llevado caminando, despacio, hacia el bosque.
El nuevo guardián de la vela fue el joven Tomás Villalobos, aprendiz de carpintero.
Cuando el consejo lo eligió, su madre se arrodilló, llorando.
—No aceptes, hijo. Nadie regresa igual de ahí.
Pero Tomás lo hizo, convencido de que la fe bastaría para protegerlo.
Esa misma noche, antes de comenzar su turno de guardia, encontró una inscripción en el altar, grabada con uñas humanas:
“Cuando la cera llore, no la mires.”
A medianoche, la vela volvió a titilar.
Y aunque Tomás intentó no mirar, el reflejo rojo en la pared dibujó un rostro que no era el suyo.
#45 en Terror
#107 en Paranormal
demonio, brujas monstruos y demonios, terror misterio intriga paranormal
Editado: 13.10.2025