Cuando se apaga la luz

El guardián de la llama

La puerta de la capilla se cerró sola, con un gemido de madera húmeda.
Tomás Villalobos respiró hondo y encendió la lámpara de aceite que había traído desde su casa. El aire dentro del templo era espeso, olía a cera vieja, incienso y algo más… un rastro leve de carne quemada.

La Vela de la Vigilia seguía en su sitio, erguida sobre el altar, ardiendo con esa luz imposible, blanca y profunda como un ojo que no parpadea.
El muchacho se arrodilló, juntó las manos y comenzó su rezo.

—Señor, si esta luz es tuya, protégeme.
El eco devolvió su voz con un leve temblor.

Afuera, el viento silbaba entre los pinos.
Adentro, las sombras parecían respirar.

Tomás había sido aprendiz de carpintero desde niño. Tenía manos firmes, mirada tranquila y una fe sencilla, de esas que se heredan más que se eligen.
No creía en maldiciones… o al menos eso decía.
Pero mientras la noche avanzaba, empezó a notar cosas que no estaban allí antes: marcas nuevas en el suelo, como pasos de pies descalzos, y un murmullo suave que provenía del altar.

No era un viento ni una gotera.
Eran voces.
Y rezaban.

El joven se puso de pie, temblando.
—¿Padre Mateo? —preguntó en voz baja, sin entender por qué había dicho ese nombre—. ¿Está ahí?
Las voces callaron.
Solo la vela se movió, su llama inclinándose hacia él, como si lo escuchara.

Entonces lo vio.

En la pared, justo detrás del crucifijo, se dibujó una silueta humana, larga, torcida.
Era la suya, sí… pero algo estaba mal: la sombra no se movía igual que él.
Cuando Tomás alzó la mano, la sombra alzó la suya un instante después, con un leve retraso, como si pensara antes de imitarlo.
Y al bajar el brazo, la sombra no lo siguió. Se quedó quieta, observando.

—Santo Dios... —murmuró.

Recordó la inscripción grabada en el altar:

“Cuando la cera llore, no la mires.”

Pero la vela aún no lloraba.
Así que se acercó, decidido a comprobar que todo era una ilusión.
Cada paso que daba crujía en el silencio. El aire se volvía más frío, más denso.
Y fue entonces cuando la llama parpadeó.
La cera, blanca y limpia hacía un instante, comenzó a gotear espesa y roja.
Gota a gota.
Como si sangrara.

Tomás retrocedió un paso.
El reflejo de esa sangre líquida pintó su rostro y las paredes de carmín.
No quería mirar, pero sus ojos se clavaron en la vela como si una fuerza invisible los sujetara.

Entre las lágrimas de cera, vio algo moverse dentro de la llama.
Primero creyó que era un reflejo, una ilusión del calor…
Pero no.
Era un rostro.
Una mujer.

Su voz llenó la capilla sin necesidad de abrir la boca.
—¿Por qué vigilas una llama que no te pertenece?

Tomás cayó de rodillas.
—¿Quién… quién eres?
La figura dentro del fuego sonrió, y la llama creció.
—Me llamaron Inés. Me llamaron bruja. Me llamaron demonio. Pero tú puedes llamarme la dueña de la oscuridad.

El joven quiso huir, pero sus piernas no respondían.
El suelo parecía respirar bajo sus pies, como si algo vivo se moviera bajo las tablas.
Las otras velas del altar se encendieron solas, una por una, sin chispa ni mecha.
Y en cada una, una sombra diferente lo observaba.

—¿Qué quieres de mí? —gimió.
—Nada —respondió Inés—. Solo que me mires.

La vela lloraba más fuerte ahora. El sonido del goteo se volvió un ritmo, casi como un corazón latiendo.
Tomás cerró los ojos, rezando con fuerza, pero la voz seguía allí, dentro de su cabeza.
—¿Crees que esta luz me contiene? —decía—. No, muchacho. Esta luz me alimenta.

El altar se estremeció. La llama se retorció y, por un instante, todo el templo se iluminó con un resplandor blanco.
Tomás abrió los ojos.

Y vio.

Vio los rostros de todos los que habían muerto vigilando la vela.
El padre Mateo. Don Aurelio. Teresa.
Sus cuerpos se disolvían en humo y se fundían con la cera, sus bocas abiertas, sus ojos vacíos.
De sus lenguas surgían llamas diminutas que decían su nombre.

—Tomás... Tomás... —susurraban.

El joven gritó, pero ningún sonido salió de su garganta.
La vela creció hasta tocar el techo.
Su luz, en lugar de alumbrar, oscurecía.
Y en el centro de esa oscuridad ardiente, Inés del Monte extendió sus manos, como si emergiera de la llama.

—La fe es una cadena, muchacho —dijo—. Y cada oración que pronuncian me acerca un poco más.

Entonces sopló.

La luz se apagó.

A la mañana siguiente, los aldeanos encontraron la puerta de la capilla abierta.
La vela seguía ardiendo.
Pero donde debía estar el cuerpo de Tomás solo había un montón de cera derretida, con forma humana.

El alcalde ordenó tapiar el templo, sellar las ventanas y dejar una sola rendija para observar si la llama seguía viva.
Desde entonces, nadie volvió a entrar.

Pero hay quienes dicen que, si pasas frente a la capilla a medianoche, se escucha una voz que murmura:
—No la mires... no la mires... no la mires...

Y que si lo haces, ves dentro de la vela el rostro de un joven de ojos rojos, vigilando la llama desde el otro lado.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.