El amanecer sobre San Velorio llegó sin canto de gallos.
El aire olía a humo, aunque no había fuego visible.
En la plaza, los aldeanos se reunían con rostros ojerosos, murmurando entre dientes, repitiendo un nombre que nadie se atrevía a decir en voz alta frente al altar tapiado de la capilla: Tomás Villalobos.
Lo habían visto por última vez la noche anterior, entrando con su lámpara y su rosario.
Ahora solo quedaba el rumor: que su sombra seguía allí adentro, caminando sola.
El alcalde ordenó sellar la puerta con cruces, clavos benditos y piedra.
—Nadie abrirá este lugar —dijo—. La vela arderá hasta que Dios la apague.
Pero no todos aceptaron esa sentencia.
Una mujer de cabello canoso, mirada viva y manos curtidas por la carpintería observaba en silencio desde el fondo.
Doña Mercedes Villalobos, la madre del muchacho.
—Si Dios no apaga la vela, será porque mi hijo aún la cuida —susurró.
Y en su voz había más fe que en toda la plaza.
Esa noche, mientras el pueblo dormía, doña Mercedes encendió una pequeña vela y caminó hacia la capilla.
La neblina se arrastraba por el suelo como una criatura viva.
Cada ventana sellada del templo goteaba agua por dentro, como si lloviera en su interior.
Mercedes dejó su vela sobre el suelo y se arrodilló frente al muro tapiado.
—Hijo mío —murmuró—, si estás ahí, dame una señal.
Silencio.
El viento se detuvo.
Y luego, un golpe seco resonó detrás de la pared.
Una vez.
Dos.
Tres veces.
La madre contuvo el aliento.
—Tomás... ¿eres tú?
Desde adentro, algo raspó la piedra, dejando un rastro largo y áspero, como uñas sobre madera.
Y entonces, una voz —seca, ronca, casi quebrada— respondió:
—Apaga la tuya, mamá... quiero verte.
El corazón de la mujer se detuvo por un instante.
Pero no apagó su vela.
En cambio, la alzó con firmeza.
—No, hijo. Si es verdad que eres tú, acércate a la luz.
Del otro lado, el muro vibró.
Un temblor leve recorrió la tierra, y la llama de su vela se inclinó hacia la pared, como si fuera atraída.
Mercedes retrocedió, asustada, pero una grieta se abrió frente a ella, justo entre los ladrillos.
De dentro brotó un hilo de aire caliente, y con él, un olor insoportable a cera derretida y carne.
La vela del interior de la iglesia —aquella maldita llama eterna— parpadeó por primera vez en días.
Y el resplandor que se filtró por la grieta iluminó la plaza con una luz roja, tan intensa que las sombras parecían palpitar.
Los perros comenzaron a aullar.
Las ventanas de las casas vibraron.
Y las campanas del campanario, oxidadas desde hacía años, repicaron solas, llamando a misa de medianoche.
Los vecinos salieron a la calle envueltos en mantas.
—¡La vela está viva! —gritó uno.
—¡No! ¡Es la bruja que volvió! —respondió otro.
El alcalde y dos guardias corrieron hacia la capilla.
Encontraron a doña Mercedes frente al muro, la cera de su vela cayendo sobre las manos sin que pareciera sentir el calor.
El resplandor del interior se hacía cada vez más fuerte, y la grieta crecía.
El sonido era insoportable: un lamento que no venía de una sola garganta, sino de cientos.
—¡Apártese, mujer! —gritó el alcalde—. ¡La va a devorar la oscuridad!
Mercedes giró la cabeza lentamente, con los ojos iluminados por el fuego.
—¿Oscuridad? —susurró—. No... esta luz me muestra lo que ustedes no quieren ver.
Entonces empujó la pared con ambas manos.
El muro cedió como si fuera barro.
La grieta se abrió y un resplandor blanco, enceguecedor, envolvió la plaza entera.
Todos los presentes cayeron al suelo cubriéndose los rostros.
Cuando la luz se disipó, el muro ya no estaba.
La capilla se hallaba abierta, pero vacía.
En el centro del altar ardía todavía la Vela de la Vigilia, solitaria, intacta.
Y frente a ella, de rodillas, doña Mercedes Villalobos, con el cabello ardiendo lentamente como una mecha.
El alcalde corrió hacia ella, pero se detuvo al escuchar el sonido.
No eran llamas comunes: la vela lloraba sangre otra vez, y cada gota que caía sobre el suelo se convertía en una palabra escrita en cera roja.
Las letras formaban una frase:
“La madre trajo la luz... y con ella, el final.”
De pronto, todos los faroles de la plaza se apagaron.
Y las velas en las casas también.
Solo una luz quedó viva: la del altar, roja como un corazón.
Durante los días siguientes, San Velorio cambió.
Los niños nacían con los ojos abiertos.
Los gallos cantaban a medianoche.
Y en los pozos, cuando alguien se inclinaba a mirar su reflejo, veía otro rostro asomando desde el fondo.
Los aldeanos empezaron a cubrir sus ventanas con mantas negras, temiendo que la luz los delatara.
La gente dormía con las velas encendidas, pero sus llamas eran cada vez más pequeñas.
Cada noche duraba un poco más que la anterior.
Y cada amanecer, el sol parecía tardar más en salir.
Una semana después, la capilla fue encontrada vacía otra vez.
La vela había desaparecido.
En su lugar, sobre el altar, descansaba una pequeña figura de cera con forma de mujer, sosteniendo una vela encendida en una mano.
Su rostro, tallado con precisión inquietante, era el de doña Mercedes.
Desde entonces, nadie volvió a pronunciar su nombre.
El pueblo comenzó a llamarla La Luz Errante, y dicen que en las noches sin luna puede verse caminando por el bosque con su vela encendida, buscando a su hijo.
Los pocos que la han visto aseguran que su luz no alumbra: devora.
Y que detrás de ella camina un joven hecho de sombra, susurrando:
—Apágala, mamá... que quiero verte otra vez.
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Editado: 13.10.2025