Las noches en San Velorio ya no eran negras.
Eran rojas.
Desde la desaparición de la Vela de la Vigilia, el cielo sobre el valle había tomado un tono enfermizo, como si el firmamento ardiera por dentro.
Las nubes parecían brasas suspendidas, y en su resplandor se movían sombras que nadie se atrevía a nombrar.
El aire olía a hierro y a cera quemada, y en cada casa la gente rezaba frente a velas que se consumían con demasiada lentitud.
Decían que el fuego ya no era bendito.
Decían que la luz se había podrido.
La noticia se extendió por los caminos: los arrieros que pasaban cerca de San Velorio regresaban sin ojos, los caballos se negaban a avanzar al caer la tarde, y los viajeros aseguraban ver en los montes una figura de mujer con una vela encendida caminando entre la niebla.
En los pueblos cercanos —San Clemente, Los Olivos, Piedra Clara— comenzaron a temer la noche.
Los sacerdotes prohibieron encender velas después del anochecer, alegando que el fuego atraía la presencia de la “Luz Errante”.
Pero fue inútil.
En Piedra Clara, una niña encendió una vela para rezar por su padre enfermo.
A la mañana siguiente, su casa estaba cubierta de hollín por dentro, y el cuerpo del hombre apareció en el techo, como si algo lo hubiera levantado desde abajo.
Solo una frase escrita en el humo manchaba las paredes:
“Donde hay luz, hay puerta.”
Mientras tanto, en San Velorio, el miedo había mutado en locura.
Los aldeanos comenzaron a reunirse en la plaza cada noche, dirigidos por el nuevo cura, padre Joaquín Vélez, un hombre joven, de voz fervorosa y ojos desorbitados.
—El fuego es su lengua —gritaba—. ¡Si queremos sobrevivir, debemos silenciarla!
Y con esa consigna, inició la Purga.
Una a una, las familias fueron obligadas a apagar sus velas.
Quemaron las lámparas, los cirios de las iglesias, los faroles de las calles.
Solo dejaron una luz: la hoguera central en la plaza, alimentada con muebles, retratos, libros y crucifijos.
El padre Joaquín afirmaba que aquella llama, bendecida por su propio sacrificio, purificaría el aire del mal.
Pero nadie notó que la hoguera no desprendía calor.
Solo luz.
Una luz enferma, pálida, que no proyectaba sombra.
A medianoche, el fuego cambió de color.
De amarillo pasó a blanco.
Y de blanco a rojo.
La gente cayó de rodillas.
Algunos comenzaron a gritar oraciones, otros a reír.
Del centro de la hoguera emergió una figura humana, compuesta de cera derretida.
Tenía el rostro de doña Mercedes Villalobos.
Su voz se escuchó clara, más allá del crepitar.
—¿Por qué destruyen la luz, si es lo único que aún me alimenta?
El padre Joaquín alzó su crucifijo.
—¡Apártate, engendro del infierno!
Pero su sombra se desprendió de su cuerpo y lo estranguló antes de que pudiera continuar.
El fuego rugió.
El viento se detuvo.
Y por primera vez en siglos, la oscuridad cubrió la plaza sin una sola chispa viva.
Entonces se oyó el tañido de una campana.
Una sola.
Lenta.
Lejana.
Venía desde los montes.
Los sobrevivientes —una docena apenas— huyeron al amanecer hacia los pueblos vecinos.
Llevaban las ropas chamuscadas, los ojos dilatados, y una advertencia que repetían como un rezo:
“No enciendan nada.
No recen en voz alta.
No miren la luz.”
Pero era demasiado tarde.
La maldición ya había cruzado el río.
En Los Olivos, las velas comenzaron a encenderse solas en los altares.
En San Clemente, las campanas repicaban aunque el templo estuviera vacío.
Y en el campo abierto, los campesinos vieron un resplandor avanzar entre la bruma, como si un mar de llamas caminara en silencio.
Nadie se atrevió a acercarse.
Pero todos escucharon las voces:
las de los que ardieron en San Velorio,
las de los que vigilaron la Vela,
las de los que murieron mirando.
Eran cientos.
Miles.
Susurros que formaban una sola palabra que se extendía por los valles como un eco de condena:
“Luz.”
Semanas después, un fraile de paso, Fray Alonso de Rivera, llegó a lo que alguna vez fue San Velorio.
Encontró las casas sin techo, las ventanas ennegrecidas, los caminos cubiertos de cera seca.
En el centro de la plaza, donde antes ardía la hoguera, quedaba solo un pozo profundo.
Y dentro de él, flotando, una vela encendida que no se apagaba con el viento.
El fraile la observó, fascinado y horrorizado.
La luz parecía respirar.
Cada parpadeo formaba rostros fugaces, gestos de dolor, bocas que pedían silencio.
Fray Alonso cayó de rodillas y murmuró:
—Señor... ¿qué es esto?
Una voz respondió desde el pozo, dulce y cercana:
—La fe... hecha fuego.
Desde entonces, ningún mapa volvió a mostrar el nombre de San Velorio.
Pero los viajeros aún hablan de un valle donde la noche es roja y la luz, impura.
Dicen que a veces, cuando el sol se pone y el aire se vuelve pesado, una figura de mujer aparece en los caminos, sosteniendo una vela encendida que jamás se consume.
Y que si intentas mirarla directamente, su fuego se apaga…
…y el tuyo comienza a arder desde dentro.
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Editado: 13.10.2025