El amanecer sobre San Velorio era una herida abierta.
El fraile Alonso de Rivera avanzó entre ruinas y sombras, con el rosario entre los dedos y el corazón latiendo con culpa. Había visto horrores en las tierras de los inquisidores, pero nada como eso: un pueblo sin fuego, y sin embargo consumido por la llama.
Las paredes rezumaban cera seca.
El suelo era un tapiz de huellas negras.
Y en cada esquina, el aire murmuraba nombres.
Alonso apretó su crucifijo.
—Señor… si esta es tu voluntad, muéstrame la senda.
Pero no hubo respuesta.
Solo el viento, que arrastraba el olor a candelas apagadas.
En el centro de la plaza, la vela que había encontrado en el pozo seguía encendida. Su luz era pálida, casi humana.
Y en ella, el fraile creyó ver por un instante el rostro de una mujer: ojos tristes, labios que parecían pedir perdón.
Retrocedió de inmediato.
Aquella llama no era divina.
Era memoria.
Caminó tres días siguiendo el río que salía del valle. A cada paso, encontraba señales de la propagación: velas encendidas en los caminos, lámparas que flotaban sobre el agua, cadáveres con los ojos abiertos y las pupilas reflejando fuego.
En el tercer día, llegó al pueblo de Los Olivos, y comprendió que la peste no solo mataba cuerpos: devoraba la fe.
Los campesinos habían sellado las ventanas con barro.
Nadie salía al anochecer.
Las campanas del templo no sonaban, pero el aire vibraba con un zumbido constante, como si el bronce rezara solo.
En la entrada del pueblo, una niña lo observaba desde la penumbra.
Tenía los dedos manchados de cera y sostenía una vela encendida dentro de un frasco.
—¿Eres sacerdote? —preguntó sin moverse.
—Soy un siervo del Señor —respondió él—. Apaga esa vela, pequeña, puede hacerte daño.
La niña sonrió con tristeza.
—Si la apago… ellos vendrán.
Antes de que Alonso pudiera responder, la llama del frasco tembló y la niña desapareció, dejando solo un olor dulzón, a miel y carne.
El fraile se arrodilló.
Rezaba, pero las palabras se deshacían en su boca.
En Los Olivos halló al antiguo párroco, padre Salcedo, encerrado en la sacristía.
El hombre tenía la piel quemada por el sol de las velas, los labios agrietados, los ojos opacos.
—No hay confesión que valga —susurró cuando vio a Alonso—. Las velas ya no piden fe, piden sangre.
—¿Qué dices, hermano?
—El fuego se alimenta de nuestras promesas. Cada vez que alguien reza… arde más fuerte.
Alonso lo miró horrorizado.
Sobre la mesa, había decenas de candelas encendidas.
—¿Por qué las mantienes vivas? —preguntó.
El viejo sonrió débilmente.
—Porque si se apagan, vendrán a buscarme.
De repente, todas las llamas se inclinaron hacia el fraile, como si lo reconocieran.
Un murmullo recorrió el aire, formando una palabra que heló su sangre:
“Fray Alonso…”
Salió corriendo, dejando al sacerdote con sus velas.
Desde afuera escuchó un grito, luego un chisporroteo.
Cuando volvió la vista, la luz dentro de la sacristía se había vuelto roja.
Durante semanas viajó de aldea en aldea, buscando respuestas.
Cada pueblo estaba más vacío que el anterior.
En algunos, las casas ardían de día; en otros, la gente había colgado espejos en las puertas para reflejar la luz hacia afuera.
Los rostros de los vivos se confundían con los de los muertos.
El fuego ya no iluminaba. Revelaba.
Finalmente, en un monasterio abandonado entre los cerros, Alonso halló un manuscrito oculto bajo una piedra del altar.
Era antiguo, cubierto de hollín y letras invertidas, como si hubiera sido escrito al reflejo de una llama.
El texto hablaba de la Hermandad de la Luz Pura, una orden desaparecida hacía siglos.
Decían que habían sellado un pacto con una bruja para encerrar a los demonios en la luz misma, creyendo así vencer la oscuridad.
Pero el conjuro se torció: los demonios aprendieron a hablar desde la llama, y con el tiempo, comenzaron a poseerla.
El fraile sintió que el suelo temblaba.
El fuego de su lámpara parpadeó con violencia.
Una voz brotó del manuscrito, suave como un canto:
—Nosotros fuimos tus guardianes, fraile. Pero ustedes rompieron el pacto.
—¿Quién habla? —jadeó él.
—La luz que te observa… desde dentro.
Alonso dejó caer la lámpara.
El aceite se derramó sobre las piedras, y la llama creció hasta alcanzar el techo.
Corrió hacia la salida mientras las campanas del monasterio repicaban solas.
A su espalda, las sombras parecían huir del fuego, pero por primera vez, él comprendió que la oscuridad era la única defensa.
Al caer la noche, exhausto y delirante, llegó a una aldea sin nombre.
No había fuego.
No había voces.
Solo un círculo de sal en el centro de la plaza y una cruz clavada al revés.
Allí se arrodilló, comprendiendo la magnitud del desastre.
La humanidad había querido dominar la noche… y terminó esclava de su propio reflejo.
Alzó su crucifijo y lo hundió en la tierra.
—Señor, si el mal habita en la luz, que la oscuridad sea mi refugio.
El cielo respondió con un trueno sordo.
Y durante un instante, todas las llamas del mundo titilaron al unísono.
Días después, los viajeros que cruzaron los caminos del norte contaron que un fraile caminaba solo por los bosques, cubierto con un manto negro y sin lámpara.
Decían que llevaba consigo un relicario con un fragmento de vela dentro.
Y que, al caer la noche, el fuego se encendía por sí mismo dentro del relicario… sin consumir la cera.
Algunos aseguraban que aún rezaba.
Otros que había perdido la razón.
Pero todos coincidían en lo mismo:
cuando el fraile Alonso pasaba, las sombras se volvían más densas, y la luz se alejaba.
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Editado: 23.10.2025