El fraile Alonso caminaba desde hacía días sin rumbo, siguiendo el temblor de una voz que ya no podía distinguir si era suya o ajena.
El sol parecía perseguirlo, y cada amanecer ardía un poco más.
Dormía poco, y cuando lo hacía, soñaba con un altar cubierto de espejos, donde un coro de ángeles sin ojos le susurraba:
“La oscuridad no te teme, fraile… te necesita.”
Las montañas del norte se alzaban como dientes podridos. Allí, en una cueva que olía a cera y humedad, Alonso encontró lo que buscaba sin saberlo: la raíz de la Luz.
Había antorchas encendidas en lo profundo, pero no humeaban.
Sus llamas flotaban en el aire, inmóviles, como si el tiempo no pudiera tocarlas.
En el centro, una figura envuelta en sombras aguardaba.
—Has traído contigo el fuego —dijo aquella voz, grave y dulce.
—¿Quién eres? —preguntó el fraile.
—Soy lo que arde detrás de los ojos del hombre.
Soy lo que ilumina tus plegarias y calienta tus miedos.
Soy la Luz… antes de ser adorada.
El fraile cayó de rodillas.
Sus manos temblaban.
El crucifijo que aún llevaba al cuello comenzó a brillar desde adentro, como si algo respirara dentro del metal.
—¿Y los demonios? —balbuceó.
—Nosotros los enseñamos a mirar. Ellos fueron los primeros en temer la oscuridad.
—Entonces… ¿toda mi fe…?
—Fue tu lámpara. Nosotros te dimos el aceite.
El aire vibró. La llama de las antorchas se inclinó hacia él.
Una voz —o mil— habló desde todas partes:
“Entrégate, fraile. Deja que el fuego te vea por dentro.”
Y el fraile Alonso, agotado, vencido, extendió las manos.
Dicen que una tormenta de luz cayó sobre las montañas aquella noche.
Los pastores del valle vieron el cielo abrirse como una herida blanca, y durante tres días el día no terminó.
El suelo se cubrió de ceniza, y del monte descendió un hombre vestido con hábito negro, con los ojos del color del oro líquido.
Decía llamarse Alonso de la Luz, y aseguraba haber recibido una revelación directa de los Dioses Luminosos:
una nueva fe, una promesa de pureza.
Llevaba un libro grabado a fuego y un candelabro con siete llamas que no se apagaban ni con el viento.
Su voz era suave, persuasiva, casi celestial.
Y nadie recordaba al fraile anterior, al que hablaba de silencio y oscuridad.
Los pueblos lo recibieron como a un profeta.
Su palabra traía calma, su luz calor.
Donde él pasaba, los campos florecían y los enfermos decían sanar.
Las gentes comenzaron a llamarlo El Portador, y a su credo lo nombraron La Doctrina de la Luz Eterna.
El fuego volvió a las calles, a los templos, a los hogares.
Pero no era el mismo.
Había algo distinto en su brillo: una profundidad, una presencia que observaba.
El Portador predicaba:
—Los Dioses de la Luz nos miran desde cada llama. Nos guían. Nos protegen.
Y cada vez que encendía una vela, los fieles sentían algo moverse detrás del resplandor, un pulso vivo, un suspiro que los hacía estremecer.
La religión creció.
El miedo, también.
Solo un niño, Mateo, el monaguillo más joven del nuevo templo, empezó a notar cosas.
Veía cómo, al amanecer, el Portador caminaba por los pasillos sin sombra.
Escuchaba murmullos saliendo de las velas, como si rezaran en otro idioma.
Una noche, mientras limpiaba el altar, encontró al fraile arrodillado frente a la gran lámpara central, hablando en voz baja con algo que no se veía.
—¿Con quién habla, padre? —preguntó temblando.
El hombre giró lentamente.
Sus ojos no tenían pupilas.
Solo luz.
—Con los que me habitan —respondió, con una sonrisa demasiado tranquila—.
Ellos me enseñan cómo mantener la llama viva.
Mateo dio un paso atrás, pero la luz de la lámpara lo alcanzó.
Sintió una presión en el pecho, una voz en su cabeza que le decía:
“Míralo… ¿no es hermoso el fuego?”
El niño corrió hasta el campanario.
Desde allí vio el pueblo entero iluminado, cada ventana ardiendo, cada calle convertida en una lengua de fuego viva.
Y comprendió que el cielo ya no tenía noche.
Los días siguientes fueron un desfile de milagros.
Las cosechas crecían en un solo día.
Los muertos no se pudrían.
Pero los rostros de los vivos se volvían pálidos, casi translúcidos, y sus ojos reflejaban la misma luz enfermiza del Portador.
Mateo intentó huir.
Llegó al río, donde el reflejo del fuego cubría el agua entera.
Entonces escuchó la voz del fraile detrás de él.
—¿Por qué huyes, hijo mío?
—No quiero ser de ellos —gritó el niño—. No quiero esa luz.
El fraile extendió la mano.
La luz alrededor se volvió blanca, enceguecedora.
—No temas… la oscuridad duele más.
Cuando la claridad se disipó, el niño ya no estaba.
Solo una vela encendida flotaba sobre el río, avanzando lentamente hacia el mar.
Pasaron los años, y el culto de la Luz Eterna se extendió más allá de las montañas.
Los templos ardían noche y día.
Los sacerdotes decían que cada llama era un ojo de los Dioses, vigilante y misericordioso.
Pero en los sótanos de las iglesias, se escuchaban lamentos.
Las velas lloraban cera oscura.
Y las paredes sudaban humo.
Nadie volvió a pronunciar el nombre del fraile Alonso de Rivera.
Solo los más viejos, en susurros, hablaban del hombre que trajo la claridad al mundo.
Y de cómo, una noche, cuando el cielo se llenó de fuego, la oscuridad comenzó a morir… gritando.
A veces, dicen los viajeros, si te acercas a un templo antiguo y miras dentro del candelabro central, puedes ver un rostro atrapado en la llama.
No es humano.
Pero parece rezar.
Pide perdón, o tal vez descanso.
Nadie lo sabe con certeza.
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Editado: 23.10.2025