Cuando se apaga la luz

Los Rostros de la Llama

El pueblo de San Velorio Nuevo —así lo bautizaron tras la llegada del Portador— se convirtió en un faro vivo.
Las noches desaparecieron.
Ni siquiera las nubes se atrevían a cubrir el cielo.
Desde las colinas, se veía el resplandor que brotaba de cada casa, como si la tierra misma respirara fuego.

Los fieles estaban felices.
Al principio.

Cada amanecer, los aldeanos se reunían frente al templo mayor para recibir “la bendición de la Luz Eterna”.
El Portador —antes fraile Alonso— salía envuelto en un manto dorado, con los ojos encendidos como carbones líquidos.
Alzaba las manos y las llamas del altar se curvaban hacia él, obedientes.
Los niños reían, los ancianos lloraban, y las madres se arrodillaban en silencio, creyendo ver en aquel fuego la presencia misma de los Dioses.

Pero pronto comenzaron los síntomas.

Primero, los ojos.
Los fieles más devotos despertaban con un brillo dorado en la mirada, reflejando incluso en la penumbra.
Luego, la piel: empezaba a volverse translúcida, como si la luz interior quisiera escapar.
Y finalmente, el habla: algunos dejaban de pronunciar su propio nombre, repitiendo solo frases que nadie comprendía, en un idioma que sonaba como el chisporroteo de una vela encendiéndose.

Una noche, la hermana Lucinda, encargada del coro, descubrió que el fuego del altar se movía aunque nadie lo alimentara.
Las llamas se inclinaban hacia los fieles dormidos, recorriéndolos con una ternura espantosa.
Cuando se acercó para apagar una, escuchó claramente una voz que murmuró desde la cera líquida:

“¿Por qué temes lo que ya te habita?”

Lucinda gritó.
Y el fuego, como un animal asustado, saltó a su rostro.
No la quemó.
La penetró.

Al amanecer, estaba de pie frente al templo, con los ojos vacíos y una sonrisa perfecta.
Cantaba himnos nuevos, melodías que nadie recordaba haber aprendido.
Su voz era hermosa, pero cada nota hacía temblar las lámparas.

El Portador habló a la multitud esa misma tarde.
—No teman las señales —dijo con dulzura—. La Luz no enferma, purifica. Si vuestro cuerpo arde, es porque los Dioses os miran con amor.
Y la gente lo creyó.
Se ofrecían para arder.
Encendían velas en sus manos y no soltaban el fuego, incluso cuando la piel se abría y el aire olía a azúcar quemada.
Decían que el dolor era una plegaria.

Pronto, las calles se llenaron de figuras luminosas, hombres y mujeres que caminaban lentamente, emitiendo un resplandor constante.
No hablaban.
Solo observaban.
Y por la noche, sus sombras desaparecían.

El niño Mateo —o lo que quedaba de él— regresó una madrugada.
Algunos aldeanos lo vieron acercarse al templo, pálido como la cera, los ojos apagados.
Tocó las puertas y dijo con voz hueca:
—He visto el mar. También arde.
Luego cayó de rodillas, y del interior de su cuerpo salió una llamarada blanca que no dejó cenizas.

El Portador ordenó silencio.
Y desde ese día, el nombre del niño fue borrado de todos los rezos.
La Doctrina enseñaba que quienes se disolvían en la Luz alcanzaban la forma más pura de adoración: ser parte del fuego.

Con el paso de las semanas, el aire en San Velorio Nuevo se volvió pesado.
La luz ya no daba calor, sino hambre.
Los cultivos crecían deformes, las vacas nacían sin ojos, y las campanas repicaban solas al caer la tarde.
Algunos fieles comenzaron a despertar con marcas circulares en la piel, como quemaduras en forma de ojos.
Otros desaparecían, y sus casas quedaban vacías, pero con las velas aún encendidas.

Una noche, el sacristán Miguel de la Torre juró haber visto al Portador hablar con su propia sombra.
Decía que el suelo se abría bajo sus pies, y que dentro no había oscuridad, sino fuego líquido que murmuraba nombres.
A la mañana siguiente, Miguel fue hallado en la plaza, con los labios sellados por cera derretida.

El rumor del milagro —y del horror— llegó a la Ciudad Sagrada de Luminaris, sede de la Iglesia General de la Luz.
Los altos prelados, alarmados por los informes contradictorios, enviaron a un grupo de investigadores de la fe: tres inquisidores y un escriba.
Entre ellos, el más joven, Fray Esteban de Montoya, insistió en llevar una lámpara bendecida, “para distinguir el fuego santo del falso”.

Partieron al amanecer.
El camino hacia San Velorio Nuevo duró cinco días.
A medida que se acercaban, notaron que la luz nunca desaparecía.
El sol se alzaba, se ponía… y sin embargo, el horizonte seguía brillando, como si el mundo se negara a dormir.

En el sexto día, uno de los inquisidores comenzó a llorar.
—No hay sombra —susurró—. Ni siquiera la mía.
Cuando alzaron la vista, vieron a lo lejos el resplandor del pueblo: un sol que respiraba.

El Portador los recibió con una sonrisa beatífica.
—Bienvenidos, hermanos. Los Dioses esperaban su llegada.
Fray Esteban se inclinó, tembloroso.
El aire a su alrededor parecía arder sin quemar.
Los otros inquisidores apenas podían respirar.

El Portador los condujo al templo, donde las velas formaban un círculo perfecto en torno al altar.
Cada llama tenía un rostro.
Cada rostro susurraba.
Y en el centro, sobre un pedestal de piedra, ardía una vela que no tenía mecha: una llama suspendida, viva por sí misma.

—Aquí está la prueba de la pureza —dijo el Portador—.
—¿Y qué alimenta esa luz? —preguntó Esteban, con voz quebrada.
El hombre sonrió.
—La fe… y los que la ofrecen.

Entonces, uno de los inquisidores gritó.
Las velas del altar se alzaron como serpientes y se aferraron a su cuerpo.
La carne chispeó, pero no se quemó: se abrió.
De su interior brotó otra llama, más brillante que todas.
El Portador cerró los ojos y suspiró con placer.
—Un Dios más ha despertado.




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