El invierno cayó sobre el valle de San Velorio con una lentitud enfermiza.
La hierba se volvió gris, los ríos olían a cera, y el cielo parecía un manto de vidrio a punto de quebrarse.
Fray Alonso de Rivera caminaba entre los restos del pueblo con una serenidad inhumana.
Sus pasos no dejaban huella.
Sus ojos, antes cansados y bondadosos, ahora brillaban con una claridad que hería la vista.
Llevaba colgado al cuello un relicario dorado que nunca había tenido antes; dentro de él ardía una pequeña chispa, un fragmento de luz que no provenía del sol ni del fuego.
Cuando los aldeanos de San Clemente lo vieron llegar, cayeron de rodillas.
Su túnica estaba intacta pese al viaje, su voz irradiaba calma, y su sombra... su sombra parecía moverse un instante después de que él lo hiciera.
—He visto el rostro de los Dioses de la Luz —dijo con voz mansa—.
Ellos me mostraron el camino para purificar nuestras almas.
Nadie dudó.
Le construyeron un altar nuevo.
Lo llamaron el fraile de la luz renacida.
Y así comenzó la segunda enfermedad.
Las noches eran más cortas.
El amanecer llegaba antes, como si el sol temiera dejar al pueblo en la oscuridad.
Sin embargo, la gente empezó a enfermar: los ojos se les volvían amarillentos, sus pupilas reflejaban fuego, y sus rezos se tornaban murmullos sin sentido.
Cada plegaria terminaba con las mismas palabras, sin que nadie recordara haberlas aprendido:
“Luz sobre la carne. Luz dentro. Luz que no duerme.”
Solo el monaguillo Mateo, un niño callado de once años, notaba algo extraño.
Cuando ayudaba al fraile a preparar los rituales, sentía un frío que le arañaba la nuca.
Y algunas noches, mientras dormía en el coro, juraba escuchar una voz masculina y otra femenina discutiendo en la sacristía.
Una de ellas, ronca y viscosa, decía:
—No basta con la fe. Necesito más fuego.
Y la otra, idéntica a la del fraile, respondía:
—Tendrás todo el que pidas. Los fieles ya me miran sin parpadear.
Semanas después, llegaron los Inquisidores de la Luz.
Eran tres:
Padre Ernesto Ledesma, severo y meticuloso;
Sor Inés del Alba, erudita de los textos sagrados;
y Fray Rodrigo Pérez, joven guerrero del clero.
Traían sellos, reliquias, y el estandarte dorado de la Orden Solar.
Su misión: investigar los “milagros” del valle, donde decían que un fraile había hecho brotar luz de los cuerpos enfermos.
Fray Alonso los recibió con los brazos abiertos.
Sus ojos brillaban tanto que la hermana Inés tuvo que apartar la mirada.
—Bienvenidos, mensajeros del Alba —dijo con una sonrisa que no alcanzaba a su rostro—.
Los Dioses me han hablado, y esperaban su llegada.
Esa noche, ofreció una misa en su honor.
La iglesia estaba llena, el aire pesado, el incienso con olor a hierro.
Cuando alzó el cáliz, la luz de las velas tembló, y por un instante el rostro del fraile se partió en dos sombras distintas, superpuestas.
El monaguillo Mateo lo vio… y lo supo.
Algo vivía dentro de él, algo que sonreía desde atrás de sus ojos.
Los investigadores comenzaron su trabajo.
Revisaron las escrituras, interrogaron a los fieles, y visitaron el sitio donde Fray Alonso decía haber hallado “la chispa divina”.
Él los guió pacientemente hacia los bosques del norte, hacia un campo cubierto de cera petrificada.
Allí les mostró una cruz fundida en el suelo, como si el fuego celestial la hubiese besado.
—Aquí cayó la bendición —dijo con solemnidad.
Pero bajo tierra, lo que latía no era bendito.
Era la misma raíz del pozo de San Velorio, extendiéndose como una red viva bajo los pies de todos.
Una trampa perfecta.
Mientras los inquisidores excavaban, el fraile sonreía con ternura.
Cada golpe de pala abría un canal nuevo para la corrupción, un pasaje para lo que él llamaba “la verdadera luz”.
Los días se volvieron insoportablemente claros.
El sol no se ocultaba.
Los relojes marcaban horas inexistentes.
Los fieles empezaron a quedarse inmóviles durante la misa, con los ojos abiertos, como si la luz los mantuviera despiertos incluso dormidos.
Una mañana, el padre Ernesto quiso confrontar al fraile.
—Hermano —le dijo en voz baja—, la luz que irradia este pueblo no es santa. Arde donde no debería.
El fraile inclinó la cabeza, como un hombre dolido.
—A veces —susurró— la verdad de los Dioses ciega antes de redimir.
Esa misma noche, Ernesto fue encontrado arrodillado frente al altar, con la boca abierta y una vela encendida dentro.
Sor Inés, aterrorizada, quiso huir, pero el pueblo entero la siguió, rezando al unísono, con los ojos en blanco, repitiendo la frase que el fraile había enseñado:
“Luz sobre la carne. Luz dentro. Luz que no duerme.”
El eco de cientos de voces llenó las calles como un canto animal.
Mateo se escondió en la torre del campanario, llorando en silencio.
Desde allí vio cómo el fraile extendía las manos sobre los fieles, y de sus palmas brotaba un resplandor rojo.
Las sombras, en lugar de huir, se acercaban a la luz como moscas.
Y entre el resplandor, por un instante, Mateo vio un rostro detrás del del fraile:
una mujer de ojos vacíos y sonrisa invertida, la misma que vagaba por las montañas con una vela encendida.
La entidad hablaba a través del fraile, usando su voz como un instrumento:
—Los Dioses de la Luz duermen. Yo soy la llama que los reemplaza.
Al amanecer, el sol no salió.
Solo una claridad blanca cubrió el pueblo, sin origen ni dirección.
Los inquisidores sobrevivientes marcharon hacia el norte, confundidos por las palabras del fraile, siguiendo sus pistas falsas hacia ruinas inexistentes.
Detrás de ellos, el fraile los observaba desde el atrio, con las manos cruzadas sobre el pecho.
Su sombra, ahora, tenía alas.
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Editado: 23.10.2025