Cuando se apaga la luz

La Caverna de la Luz Que Respira

El amanecer no llegaba desde hacía tres días.
Un resplandor blanco, sin origen, cubría el valle de San Clemente como un velo enfermo.
Los pájaros ya no cantaban, las sombras habían desaparecido, y el aire olía a incienso y carne tibia.

Los inquisidores de la Iglesia de la Luz seguían su viaje hacia el norte, siguiendo las indicaciones que el fraile Alonso —poseído sin que ellos lo supieran— les había dado antes de despedirse.
—Allí hallarán el origen del resplandor —les había dicho—, una cueva donde los Dioses dejaron su huella antes del alba de los hombres.

El padre Rodrigo Pérez encabezaba la marcha con el estandarte dorado de la Orden Solar.
A su lado, Sor Inés del Alba murmuraba letanías que sonaban vacías entre tanta claridad.
El último de ellos, Hermano Casildo, cargaba los textos sagrados y un farol cubierto, aunque no lo necesitaban: la luz del cielo era perpetua.

Pero con cada paso, esa claridad se volvía más opaca, como si respirara.
A ratos parecía palpitar.

A medio día, un niño los detuvo en el camino.
Estaba cubierto de polvo y lágrimas.
—Por favor —dijo con voz ronca—, no sigan por ahí.
Soy Mateo, sirviente del fraile Alonso.
Él... él ya no es quien dice ser.

Los inquisidores se miraron, tensos.
Sor Inés se arrodilló frente al niño.
—¿Qué has visto? —preguntó.
Mateo bajó la mirada.
—Su sombra no le obedece.
Y habla cuando él calla.

Rodrigo quiso enviarlo de regreso, pero algo en sus ojos lo detuvo: en la pupila del niño se reflejaba una llama débil, distinta, cálida… una luz viva, humana.
—Ven con nosotros —dijo el padre—. Si los Dioses te han permitido ver, quizá seas parte del designio.

Y así, el monaguillo se unió a la marcha.

Al caer la tarde, llegaron a un desfiladero cubierto de niebla.
En el fondo, entre raíces y piedras, descubrieron una grieta de la que salía un fulgor tenue.
El aire era espeso, tibio, y cada exhalación olía a cera fundida.
El hermano Casildo se persignó.

—Aquí —susurró Rodrigo—, aquí empieza la prueba.

Bajaron con antorchas apagadas.
El resplandor de la grieta iluminaba por sí solo, latiendo como un corazón.
En el interior, el suelo estaba cubierto de símbolos grabados en piedra, antiguos, desconocidos.
No eran palabras de los Dioses de la Luz.
Eran más viejos que los Dioses.

Sor Inés, al observarlos, comprendió con horror que la inscripción se repetía infinitamente, como un eco tallado en la roca:

“Donde hay luz, hay puerta.”

La misma frase que había aparecido en los muros de San Velorio.

Avanzaron por un túnel estrecho hasta llegar a una caverna inmensa.
El techo brillaba con miles de puntos luminosos suspendidos, como estrellas atrapadas.
En el centro, sobre una losa de mármol ennegrecido, reposaba una figura humana de cera, del tamaño de un hombre, con los ojos abiertos y un farol incrustado en el pecho.
Su luz no temblaba.
Era una llama fija, imposible.

Rodrigo dio un paso al frente.
—¿Qué es esto? —preguntó.
Y una voz respondió desde todas partes, suave, femenina, idéntica a la del fraile Alonso cuando predicaba:
—Soy la luz que ellos adoraron. La que los vio nacer. La que los hizo creer que podían verme sin pagar el precio.

Sor Inés cayó de rodillas.
—¿Eres… uno de los Dioses?
—No —dijo la voz—.
Soy lo que queda cuando los Dioses de la Luz cierran los ojos.

El farol del pecho de la figura palpitó.
De su interior se extendieron filamentos dorados, que reptaron por el suelo como raíces buscando cuerpos.
Rodrigo desenvainó su espada.
—¡Atrás, demonio!
—No soy demonio —respondió la voz—. Los demonios huyen de mí. Yo soy la luz que no duerme.

Las raíces alcanzaron a Casildo y lo envolvieron en segundos.
Su cuerpo se encendió como una antorcha viva.
No gritó; solo exhaló una plegaria y se deshizo en polvo luminoso.

Mateo corrió a refugiarse detrás de Sor Inés.
—No mire la llama —le susurró—. No mire su centro.
Ella giró el rostro justo a tiempo.
La figura de cera se había levantado, y ahora caminaba hacia ellos con los ojos como espejos.

Rodrigo levantó el estandarte dorado.
La luz del farol del pecho se reflejó en él, y por un momento la voz titubeó.
—¿Qué es eso…? —preguntó la entidad.
—La última llama de los Dioses verdaderos —dijo Rodrigo—.
Y clavó el estandarte en el suelo.

El resplandor del farol se contrajo, la caverna tembló, y la figura comenzó a derretirse lentamente, goteando fuego líquido.
Pero antes de desaparecer, sonrió.
—No pueden destruir la luz. Solo mudarla de cuerpo.

El techo se quebró.
Un haz de luz blanca cayó sobre ellos como un río ardiente.
Todo se volvió silencio.

Horas después, Mateo despertó.
Estaba solo entre las ruinas.
El cuerpo de Sor Inés yacía cubierto de cera endurecida, como si la luz la hubiese abrazado hasta asfixiarla.
El estandarte ardía aún, débilmente.
Y el farol del pecho de la figura había desaparecido.

Mateo tembló.
Escuchó pasos detrás.
Era el padre Rodrigo, de pie, con la mirada serena y el farol en las manos.
—Se acabó —dijo con voz tranquila—. Hemos vencido.

Pero Mateo supo, sin saber cómo, que no era verdad.
La luz del farol no era dorada, sino rojiza, y la sombra de Rodrigo no se movía con él.
—Padre… —murmuró el niño—, su sombra…
Rodrigo sonrió, como lo hacía el fraile Alonso.
—Los Dioses me han escogido.
Y extendió una mano hacia él.

El niño retrocedió, horrorizado, mientras una voz femenina —la misma de la caverna— susurraba desde el interior del farol:
—La fe encontró nuevo cuerpo.
La luz camina otra vez.




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