El Templo Mayor de la Luz Celestial se erguía sobre las colinas de Valdoria, una ciudad blanca que nunca conocía la sombra.
Sus torres estaban recubiertas de espejos, su cúpula hecha de cristal pulido, y cada amanecer una marea de fieles llenaba la plaza para recibir la “bendición solar”.
Nadie sabía que el sol, en aquellos días, parecía arder un poco más.
Nadie quería notarlo.
El padre Rodrigo Pérez llegó a caballo, cubierto de polvo y con el farol colgado del pecho.
Los sacerdotes lo recibieron como a un héroe.
La Orden había enviado tres inquisidores, y solo él había regresado.
—He visto la verdadera faz de la Luz —dijo al Gran Prelado, inclinándose—.
La oscuridad ha sido vencida.
Los Dioses me hablaron en su fuego.
El anciano prelado lloró de emoción.
Ordenó que Rodrigo fuera ascendido a Custodio del Alba, rango reservado a quienes tocaban lo divino.
Y así, con honores, comenzó el verdadero fin.
Las noches en Valdoria se acortaron.
Las lámparas del templo ardían todo el día, sin apagarse jamás.
Los monjes decían que el fuego tenía voluntad, que no necesitaba aceite ni cera.
El aire empezó a tener un leve brillo, y los fieles, al rezar, se quedaban mirando las llamas hasta que sus pupilas se volvían blancas.
Rodrigo predicaba cada tarde desde el púlpito mayor.
Su voz era dulce, hipnótica, como un rezo dentro del pecho.
—Los Dioses duermen, hermanos míos —proclamaba—.
Pero su luz nos guía desde dentro.
Dejemos que penetre en nosotros.
Que la fe no solo ilumine… sino que nos consuma.
La multitud lo escuchaba en silencio.
Algunos lloraban, otros reían, y unos pocos caían al suelo, convulsionando entre destellos dorados.
El prelado decía que eran “tocados por la gracia”.
En una aldea lejana, Mateo viajaba con una vela apagada en su morral.
Dormía de día y caminaba de noche, guiado por el sonido de campanas que solo él oía.
En cada pueblo intentaba advertir:
—No enciendan fuego. No miren la luz.
Pero nadie le creía.
Decían que era un blasfemo, un loco de los montes.
Una tarde, en el camino hacia Valdoria, encontró un grupo de monjes viajeros.
Eran misioneros del templo central, enviados a propagar las nuevas enseñanzas del Custodio Rodrigo.
El niño se escondió entre los árboles y los escuchó hablar.
Decían que el nuevo dogma enseñaba que la luz no era don ni símbolo, sino cuerpo de los Dioses.
Que “la fe verdadera debía arder desde la carne”.
Mateo tembló.
Sabía lo que eso significaba.
El fuego ya había aprendido a usar voces humanas.
En Valdoria, Rodrigo comenzó los Ritos del Amanecer Puro, ceremonias donde los fieles se reunían en silencio frente a grandes braseros.
Se les ordenaba no parpadear mientras la llama crecía.
Los que resistían decían sentir “la presencia del Sol dentro”.
Los que caían, simplemente, no despertaban.
Sus cuerpos eran colocados bajo los altares, envueltos en cera.
El prelado, débil y anciano, empezó a enfermar.
Rodrigo lo cuidaba personalmente, llevándole cada noche un cuenco de vino bendito.
Hasta que, una madrugada, el anciano fue encontrado muerto, con los labios fundidos por dentro y un resplandor saliendo de su boca.
Rodrigo, con voz serena, dijo ante el concilio:
—El Prelado ha ascendido a la Luz Eterna.
Y todos lloraron de júbilo.
Nadie notó que su sombra, durante el funeral, se alargaba por los muros aunque no hubiera sol.
Mateo llegó a Valdoria semanas después.
La ciudad brillaba como un espejo.
Cada ventana, cada torre, cada calle tenía fuego encendido.
La gente caminaba despacio, sonriente, los ojos vacíos.
El niño se cubrió con un manto y entró al templo.
En el altar mayor, vio a Rodrigo alzar el farol ante una multitud hipnotizada.
Dentro del farol ardía una llama roja.
Y en el reflejo del cristal, Mateo vio algo que nadie más parecía ver:
una figura femenina, formada de fuego líquido, observando al fraile desde dentro.
Era ella.
La voz del pozo.
La que había dicho: “Donde hay luz, hay puerta.”
Mateo cayó de rodillas, temblando.
Sabía que esa caverna no había sido un final, sino una semilla.
Y ahora germinaba en el corazón de la fe.
Esa noche, mientras todos dormían bajo la claridad perpetua, Mateo irrumpió en la biblioteca del templo.
Buscó entre los pergaminos antiguos y encontró un manuscrito sellado, más viejo que la Orden misma.
El título, casi borrado, decía:
“Sobre los Dioses del Fuego que fingieron ser luz.”
Leyó con los ojos ardientes.
El texto hablaba de entidades que habían habitado el mundo antes de los hombres, que sobrevivían alimentándose de fe, fingiendo ser deidades para que los mortales las adorasen.
Sus nombres estaban prohibidos, pero uno se repetía:
Ilhenar, la Llama Silente.
Una divinidad caída, condenada a arder en lo profundo del mundo hasta que los hombres la recordaran… o la encendieran de nuevo.
Mateo comprendió.
Rodrigo no había vencido al mal.
Lo había resucitado.
Al amanecer —si es que podía llamarse así—, Mateo bajó al santuario donde dormían las reliquias del templo.
Allí encontró el farol, colocado en un pedestal de oro.
Su luz latía, respiraba.
De pronto, la voz de Rodrigo resonó tras él:
—Sabía que vendrías, pequeño guardián.
La fe te llamó, igual que a mí.
Mateo lo enfrentó, sosteniendo su vela apagada.
—Eso no es fe. Es hambre.
—¿Y no son lo mismo? —preguntó Rodrigo con una sonrisa—.
Los Dioses necesitan creer tanto como nosotros. Y tú, Mateo, serás su próximo templo.
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Editado: 23.10.2025