Las campanas del Templo Mayor sonaron durante tres días seguidos.
Decían que era el anuncio del renacimiento.
La muerte del Custodio Rodrigo no fue declarada una tragedia, sino un milagro:
el primer hombre que “trascendió por completo a la Luz”.
Los mensajeros llevaron la noticia a todas las provincias del reino.
Los templos menores comenzaron a reconstruirse bajo un mismo emblema:
un sol con un ojo en el centro, “El Ojo del Alba”, símbolo del nuevo dogma.
En cada altar se colocaba una lámpara con fuego traído de Valdoria, custodiado por clérigos vestidos con túnicas doradas.
A esa llama la llamaban la Voz Eterna.
El pueblo se arrodillaba ante ella.
Y algunos decían que podían escuchar susurros salir del fuego, como si el sol mismo hablara.
Mientras tanto, en los sótanos sellados del templo, el Consejo de la Inquisición Solar reunió a sus últimos testigos.
Querían comprender lo que había sucedido realmente aquella noche.
Solo tres habían sobrevivido al incendio:
el monaguillo Tadeo, un joven de apenas catorce años;
la hermana Lucía, encargada del archivo sagrado;
y el investigador Cornelio de Tarvín, miembro del consejo papal.
El aire en la sala era espeso, casi vivo.
Las paredes ennegrecidas por el fuego aún goteaban cera derretida.
Cornelio miró el farol quemado sobre la mesa y dijo:
—Esto no es obra de un milagro. Lo que el Custodio trajo de las montañas era una entidad.
Una inteligencia… disfrazada de divinidad.
El fuego se comportaba como si pensara.
Como si eligiera.
Lucía apretó el rosario.
—Entonces blasfemó. Nos hizo adorar algo que no era de Dios.
—No —respondió Tadeo con voz temblorosa—.
El padre… no estaba solo.
Yo lo vi. Antes del incendio.
Él hablaba con alguien dentro del fuego.
Decía: “Muéstrales tu rostro, mi reina.”
Los inquisidores se miraron en silencio.
Cornelio anotó cada palabra.
Pero antes de continuar, un viento gélido recorrió la cámara.
Las velas se apagaron.
Solo una llama permaneció viva, suspendida en el aire.
—¿Quién encendió eso? —preguntó uno de los guardias.
Nadie respondió.
El resplandor creció, formando un círculo rojo sobre el suelo.
De él emergió una silueta.
Era el padre Rodrigo… o lo que quedaba de él.
Su cuerpo estaba ennegrecido, la piel cuarteada como carbón vivo, pero sus ojos ardían con la calma del amanecer.
—No busquen la verdad —dijo la voz múltiple—.
La verdad ya los encontró.
El fuego se desató sin tocar las antorchas.
El aire ardía.
Cornelio intentó levantar la cruz de plata, pero el metal se fundió entre sus manos.
Lucía gritó un rezo, y su voz se volvió ceniza antes de llegar a su boca.
Tadeo corrió hacia la salida, pero las puertas se cerraron solas, como si el templo respirara.
Rodrigo dio un paso adelante, o más bien la cosa que lo habitaba.
El suelo se agrietó bajo su sombra.
—¿Por qué, padre? —lloró Tadeo—. ¿Por qué hizo esto?
—Porque me escuchó —respondió la voz dentro del fuego—.
Nadie más lo hizo.
Mientras ustedes buscaban fe en los cielos, yo la hallé en lo profundo.
Y la oscuridad… también merece adorar.
Rodrigo levantó el farol reconstruido, ahora lleno de un líquido dorado que parecía respirar.
—Miren bien —susurró—.
Esto no es el infierno.
Esto es la luz sin límite.
Cornelio, en un último intento, pronunció una palabra prohibida —una invocación sellada en los textos más antiguos:
—“Azarah-nim.”
El suelo tembló.
Las velas explotaron.
Una sombra emergió detrás de Rodrigo, colosal, femenina, con un rostro formado por llamas que lloraban.
Era Ilhenar, la Llama Silente.
El demonio que fingía ser sol.
Su voz no fue un rugido, sino un canto.
Un himno antiguo que hacía vibrar los huesos:
“Creíste que me encerrabas en la noche.
Pero toda oscuridad anhela la luz…
Y toda luz, para existir, me necesita.”
La criatura extendió los brazos.
El fuego cayó del techo como lluvia.
Cornelio fue envuelto al instante, su cuerpo desintegrado en un resplandor blanco.
Lucía trató de cubrir a Tadeo, pero ambos fueron arrastrados por una lengua de fuego que se enroscó como serpiente.
Sus gritos no duraron.
Solo el eco del canto.
Cuando el silencio regresó, Rodrigo —o lo que quedaba de él— caminó entre las cenizas.
El farol seguía intacto.
Dentro, una nueva llama se formaba: azul, inmóvil, perfecta.
Días después, los mensajeros encontraron la cámara sellada.
Ningún cuerpo.
Solo símbolos quemados en las paredes, círculos concéntricos y la frase grabada en el suelo:
“El fuego es testigo.”
El Consejo interpretó aquello como señal de santificación.
Así nació oficialmente el Dogma del Alba Eterna.
El mundo creyó que los mártires habían sido consumidos por la presencia divina.
Las reliquias de la inquisición se convirtieron en altares,
y cada templo encendió una lámpara en honor al “milagro del renacimiento”.
El culto se expandió como una plaga.
Donde había miseria, la luz llegaba.
Donde había duda, el fuego ofrecía consuelo.
Y siempre, en el centro de cada sermón, una misma frase se repetía, en todas las lenguas:
“Los ojos del alba nos miran.
No apartes la vista.”
Nadie notó que, con cada oración, la sombra del sol se hacía más espesa.
Nadie vio que las llamas ya no proyectaban luz…
sino rostros.
Y entre ellos, el del monaguillo Tadeo, inmóvil dentro del fuego, repitiendo el rezo con una sonrisa ciega.
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Editado: 23.10.2025