Capítulo XVII
Bryce
Casi me quedo paralizado por verla a ella en un lugar tan poco usual para reuniones. El vendedor se aclara la garganta para darme a entender que se está cansando de esperar, y tengo que dejar el dinero en el mostrador, antes de que me pueda llevar lo que vine a comprar.
Aparto mi mirada de Daila y dejo el fajo de billetes sobre la superficie fría de aquel mostrador. Él señor se vuelve a aclarar la garganta. Levanto mi mirada y encuentro a un hombre caucásico, que tiene el ceño fruncido porque algo anda mal aquí.
—Pedí tu identificación, y no es tanto dinero —su voz gruesa, me saca del trance en el que me encontraba por ver a Daila en un lugar así.
—¿Para qué identificación? —pregunto, casi sin aliento.
El vendedor deja salir una risita sarcástica—. Para ver si estás soltero… Se supone que es para verificar que seas mayor de edad, no puedo vender armas a un menor de edad.
Tenso mi mandíbula, ¿por qué el idiota de Ethan tuvo que dejarme hacer esto?
—Tiene dieciocho, aunque no parece —interrumpe Daila.
El vendedor le sonríe y se ve menos amenazante.
—¿Lo conoces? —pregunta.
—Sí, lamentablemente sí.
¿Lamentablemente? Qué cruel, y yo que la quiero mucho.
—En ese caso —continúa el vendedor—. Ya que, no tiene identificación, la compra podría salir a tu nombre, así no habrá problema con mi jefe.
Daila avanza unos pasos y se detiene a mi lado, sin mirarme, y extiende su mano para recibir los paquetes.
—Pero me da unas cosas más —añade ella antes de meter los paquetes en mi mochila, que está en el suelo.
—Claro, ¿qué será?
Después de que él escuchara la cosa tan rara que le dijo Daila, pone una expresión de pocos amigos.
—Te has equivocado, aquí no vendemos eso —dice, muy serio.
—No me he equivocado, sé que tienes un almacén completo de esa droga.
—La filemina, es algo prohibido en el país, jamás…
—Si ya de por sí el negocio de armas es ilegal, creo que es más que evidente que tienes más cosas ilegales que ofrecer.
El señor, lejos de enojarse, asiente despacio y se comienza a reír como un desquiciado. Algo que me asusta tanto, que se me eriza la piel, y no solo de las malas vibras que da este lugar.
—Sígueme. —Le hace un ademán con la mano para que se acerque.
Daila quiere avanzar, pero la sostengo del brazo.
—¿Qué crees qué haces? —Estoy más que molesto.
Ella se suelta de mi agarre y sigue al hombre, perdiéndose por una puerta bien escondida.
Luego de unos minutos, ella regresa con una expresión triunfante.
—Págale —me ordena.
—¿Cuánto es? —Esta vez pregunto antes de tirar todo el dinero de mis ahorros, que se suponía era para mi universidad.
—Mil dólares —contesta como si nada.
Evito que mis ojos se abran como platos y le vuelvo a entregar el fajo de dinero, ahí se cuentan los mil exactitos.
Al salir de ese lugar, Daila me rodea con su brazo por los hombros y me ayuda cargando la pesada mochila.
—Mataré a Ethan cuando lo vea —murmura entre dientes.
—No es necesario, ¿por qué estás aquí? Y ¿qué es eso de comprar drogas prohibidas?
Ella suelta un suspiro y me guía para que siga caminando por una calle llena de vándalos y sabe Dios qué más.
—Acepté ayudar a Liz, no sé por qué, pero la jodida tiene algo que te convence.
—Te pedí ayuda para que la convenzas de no hacerlo, no para que te nos unas.
—Bryce. —Daila me hace girar y quedo cara a cara con ella, hasta ahora no me había dado cuenta que tiene un semblante cansado y se nota arrepentimiento en su mirada—. Eres como un hermano menor para mí, te quiero mucho y lo sabes, no quiero que ella te siga utilizando. Si voy a ayudar en esta mierda, lo haré por ti.
Mis ojos sostienen algunas lágrimas por un instante e instintivamente: la abrazo, dejando que su perfume a rosas se impregne en mi nariz. La quiero mucho y ambos siempre nos hemos cuidado el uno al otro.
«La babosa de tu hermana no te sabe apreciar» dijo ella en mi cumpleaños número quince; donde, al no tener amigos, Paula trabajando en “eso” y mis supuestos padres ausentes. No tuve más compañía que la de ella. «Sabes que cuidaré de ti siempre» con eso lo remató, quedando en mi corazón como la mejor persona de este mundo.
—Mira —susurra en mi oído—, vamos a salir de esta ¿ok?
Nos separamos despacio y seguimos caminando hasta llegar a la autopista principal. Donde Daila detiene un taxi y me hace subir, diciéndole al conductor la dirección de mi casa.
—Hasta la noche —se despide con una sonrisa antes de cerrar la puerta.