Cuando te pregunten por mí, hazles la historia de la niña de las flores y de cómo pensamos que era un fantasma.
Cuéntales que todo pasó una tarde de mayo, que fuimos al cementerio por alguna prueba de valor de las que solíamos hacer los domingos, que todavía el sol estaba fuera porque en aquellos días anochecía más tarde. Que nos separamos porque en eso consistía todo, y que prometimos encontrarnos en la entrada una hora después de que todo se pusiese oscuro.
Háblales primero de lo que viste tú, que siempre cambias la historia, pero la parte de tu valor inquebrantable mientras caminabas a oscuras entre un montón de lápidas, se mantiene. Y después le cuentas lo que viví yo, que mi historia siempre es la misma aunque cada vez que la cuente tú me digas que la voy olvidando un poco.
Diles que aquella tarde me encontré a una niña con una cesta de flores y un vestido azul desgastado, que hacía juego con sus ojos cansados. Háblales de ella como si la tuvieras delante. Diles que tenía el pelo negro y la piel muy blanca, que parecía triste, pero me sonrió cuando le pregunté su nombre.
Recuerda que se llamaba Rosalía, no Rosa, aunque eso te lo dije después, cuando te busqué para que nos ayudaras a encontrar una tumba, la de alguien que ella me había dicho que debería seguir viviendo, y que esta sería la única oportunidad que tendría para dejarle flores y despedirse antes de marcharse a un lugar muy lejano.
No los asustes cuando les estés diciendo que, cuando encontré la tumba, en la foto que mostraba la lápida me sonreía Rosalía, con su cabello negro recogido y los ojos azules llenos de vida. Que grité y que apareciste segundos después a mi lado, que gritaste tú también y que nos quedamos muy quietos mirando la tumba hasta que un cuerpecito, más pequeño que el nuestro, se inclinó a mi derecha para dejar claveles sobre la tumba. Era Rosalía.
–Es mi hermana –murmuró acariciando la foto incrustada en el mármol –Solíamos jugar a asustar a las personas porque éramos gemelas. Y ahora que ella se fue, yo ya no estoy completa.
Asegúrate de que te crean cuando les digas que vimos a una niña, idéntica a Rosalía, aunque con el cuerpo más pálido y que no rozaba el suelo con los pies, flotar detrás de su hermana, abrazarla y llorar en silencio, porque ella tampoco quería irse. Porque ella también la extrañaba.
Que la visitante se despidió de nosotros, y la que debía quedarse desapareció, y tú y yo nos agarramos fuerte de las manos, porque entendimos, muy pronto en la vida, que cuando pierdes a alguien, también te pierdes tú un poco.