Su risa estrepitosa se oía por los rincones de la sala. Algunas miradas caían sobre él con el pensamiento de que no estaba cuerdo, otros volteaban dejando entrever leves atisbos de sonrisas, pues pese a ser un sonido fuerte debía admitirse que aquel sonido resultaba algo pegajoso. Dos mujeres que hacían sus respectivos pedidos a la dependienta tras el mostrador poco antes del escándalo en la principal cafetería del centro comercial voltearon llevándose las manos al pecho, fueron movimientos medidos, casi en una sincronía sacada de película.
Aquella escena fue capturada por el propietario de las carcajadas, logrando así que él aumentase los estruendosos sonidos escapando desde el interior de su garganta. Se aproximó a ellas, abriendo los ojos más de lo normal, haciendo ver sus iris azules de un modo aterrador. Las damas enmudecieron al percibir venas delgadas en las escleróticas del muchacho, pero él se volteó rápido, solo haciendo uso de uno de sus pies calzados por unos zapatos recién “tomados” de la tienda en el sector de deportes, quedando nuevamente de frente hacia los dos oficiales que anteriormente le habían pedido cordialmente que los acompañase a la jefatura de policía.
Para el hombre aquellas palabras habían supuesto un chiste de mal gusto, una tontería de la cual aún se ría a carcajadas sueltas.
Se acercó a ellos absorbiendo profundamente humo del artefacto oscuro que llevaba apretando en su mano derecha y lo liberó en las narices del oficial más alto y con rostro de no estar bromeando.
—Caballeros, aquí estoy —pronunció, su voz producto de forzar sonidos tan intensos sonaba áspera, recia y con tintes cómicos—. Pueden llevarme a donde quieran —sonrió metiendo el vape entre sus labios para luego extender sus manos y añadir—: Espósenme.
Podría parecer un lunático, pero lo cierto es que no. Estaba más cuerdo que todos los espectadores en aquel café, aunque sus acciones demostrasen lo opuesto, él era portador de una chispa única e irrepetible. Pero a veces, solo a veces, se sentía medio muerto. Era por eso que buscaba, de algún modo, lograr sentirse vivo. Tal vez sus aventuras en busca de vida eran un infortunio, pues de ocasión en ocasión llegaba a casa con la nariz chorreando sangre o los pómulos hinchados a golpes.
Nada que Maggie no pudiese sanar con un poco de mimo y los frascos que ella guardaba con tanto ahínco. Excepto por aquella vez; una noche trágica en la que fue interceptado por dos hombres fuertes y armados, donde inevitablemente e inmerso en una pelea dos de sus costillas se vieron fracturadas.
Tiempo perdido que atravesó refugiado dentro de las paredes melocotón de su espaciosa habitación.
Regresando al presente. Los oficiales se miraron dubitativos. Uno negó a sabiendas de que más tarde recibiría infinidades de protestas por parte de sus compañeros, la comisario e incluso de la boca del fiscal de distrito oiría gritos. Pero el otro, siendo apenas un principiante, alzó el hombro y sacó la joya metálica de uno de los bolsillos adheridos al chaleco azul del uniforme.
Frank, el hombre de risa fácil y burlona, sonrió satisfecho de ver los dos círculos plateados cerrándose alrededor de sus muñecas y se dejó arrastrar por el hombre más bajo en dirección a la salida entre tanto las personas espectadoras de su más reciente espectáculo aplaudían por llevarse a aquel loco de cabello negro y mirada aterradora.
Entre más se alejaba del centro comercial una nueva idea comenzaba a tejerse en su mente, una que a buen recaudo sabía que le costaría magulladuras en el rostro. Pero lo necesitaba, su dolor físico era menos intenso que el que percibía cada mañana al despertar latiendo y respirando en su pecho, alimentándose de él como una sanguijuela inmortal.
Sonrió dejando caer el vaper ya completamente consumido en el suelo y luego fue introducido en la patrulla. Fue entonces que poco a poco sintió el sabor glorioso de su idea cobrando vida.
Aguardaría a estar unas tres manzanas próximos a la estación y luego, pidiéndole perdón a su santidad, patearía el asiento del conductor tan fuerte como el espacio y la fuerza del impulso se lo permitieran, Eso, en las películas, hacía cabrear a cualquier policía. Esperaba que surtiera el mismo o mayor efecto en la vida real.
Le daba igual cuantos golpes recibiera. De menos le importaba presentar explicaciones sólidas a sus asociados y de más le gustaba la sensación hormigueante que le quedaba luego de ser violentado. Era cada vez más frecuente, cada mes más y más fuerte. Como una adicción, que aunque fuese negada, cada día cobraba mayor solidez.
Con la cantidad de lesiones y las secuelas evidenciándose en su última tomografía esperaba, o mejor dicho, deseaba, que la muerte acudiera a él en los próximos dos años. Eso, si por capricho del destino no se precipitaba antes. Cualquier opción le agradaba, le sabía a gloria decorada con virutas de chocolate y almíbar de cerezas.