Cuando te vayas

Capítulo 2

—Espero volver a tener noticias suyas, señor Drummond —pronunció la comisario, estrechando gentilmente la mano de Frank.

—Así será —prometió él, mirando el lunar en la mejilla de la dama.

—Que tengan buena tarde —saludó Matthew, sacudiendo la mano del oficial moreno—. Coraline —asintió despidiéndose de la mujer.

Tomó del brazo a Frank y lo arrastró a la salida a sabiendas de que él debía regresar al día siguiente. Frank se dejó guiar escalones abajo y una vez casi pisando la acera se zafó rápido. Otras de sus cosas menos favoritas era tener contacto con ciertas personas. Matthew era una de esas personas con las que preferiría guardar cierta distancia.

Sin darle explicaciones se volteó y comenzó a caminar lejos. Oyó la voz del abogado llamándolo y comentándole que tenía el coche aparcado justo a unos metros, pero no le importó. Prefería irse en taxi a compartir el mismo espacio qué él, pues si aceptaba sabía que lo taparía de porqués.

«Por qué hacía todo lo que hacía, por qué no hablaba, por qué pese a tantos años sirviéndole como abogado seguía siendo tan cerrado».

Frenó un taxi en la esquina, le dijo la dirección de su casa y apoyó la cabeza contra el frío cristal pensando en lo que había hecho en tan pocas horas. Analizó lo que le hizo a aquel chico portando un chaleco con la palabra pólice escrita en mayúscula y blanco. Pensó en el dolor disminuyendo en su cuerpo y en el costo que debía saldar por ello. Y no queriendo, también pensó en que Matthew pudo haber sido un buen amigo, de esos que te apoyan cuando más se los necesitan y los que también te dan sermones cuando realmente mereces recibirlos.

«Pudo». En tiempo pasado. Ya no necesitaba ningún amigo. Distaba de querer tener uno.

Una vez el conductor del coche amarillo aparcó frente a la verja negra de su propiedad, él le tendió doscientos dólares palpándole el hombro y diciéndole que se quedara con el vuelto, bajó contemplado el extenso murallón de helechos rodeando la propiedad. Abrió la verja usando el mando que había metido en el bolsillo derecho de su pantalón y entró caminando por la pulcra pavimentación cuyos bordes limitaban con geranios y verdolagas.

El caminillo acababa al pie de cuatro escalones ocres, donde a los lados se percibían dos majestuosos leones de concreto pintados de un pulcro blanco y parecían estar descansando sobre sus patas, mirando el frente y a la espera de ser admirados por algún visitante. En contraste, una puerta negra de tres metros daba acceso al vestíbulo, desde allí podía apreciarse una escalera caracol de color blanco y la alfombra gris adherida al centro, «por prevención» habían dicho en su momento. Caminó a paso lento por la estancia principal, a su derecha estaba el salón donde un televisor de importante tamaño jamás había sido encendido. A su izquierda estaba el pasillo que conducía a la moderna cocina, donde cada día y noche cenaba junto a Maggie, pues el comedor resultaba demasiado grande, algo que una persona sola nunca jamás podría llenar.

Sabía que ella no estaba en casa, como cada jueves debía estar visitando a su única hija y nieto. Así que no la buscó, solo subió lo más rápido que pudo y camino por el pasillo a su izquierda, en el cual se encontraba su habitación. Al final de él, pues la alcoba principal tenía gritos encarcelados, lágrimas y los desahogos de una mujer destrozada. No le gustaba. La odiaba. Prefería la del final del pasillo, pues en esa podía vislumbrar amaneceres y lunas llenas.

La casa era inmensa, al igual que la propiedad. Sería un obsequio para ellas, pero las circunstancias solo permitieron que sus risas se oyeran ahí mismo solo por dos meses consecutivos. Luego vino la desgracia, la desesperación y el sabor rancio de la pérdida. Pero no podía irse, aún las veía corriendo por el vestíbulo con vestidos al vuelo. Aún las oía carcajearse en la habitación que ambas compartieron. Las veía saltando en su cama y gritando felizmente que la casa les encantaba, así, al mismo tiempo, como si fueran una voz.

Movió la cabeza dejando de observar la habitación casi vacía. Tomó un conjunto de etiqueta negro, una camisa blanca, una corbata a juego con el traje y zapatos a elección y dejó todo sobre la cama. Se encaminó al cuarto de baño y sujetó una pequeña toalla de tela blanca para cubrir el cristal que devolvía la mitad de todo lo que una vez había sido él. No quería verse la cara, hoy no.

Sujetó dos toallas de mayor tamaño y se quitó las zapatillas que más tarde se encargaría de pagar en la tienda, siguió despojándose de los calcetines, luego del pantalón y la camisa. Y al final el bóxer. Quedó libre, pero la sensación no llegó a su cuerpo, la culpa seguía latiéndole junto al corazón, el remordimiento tensaba los músculos de sus hombros y su carga, esa maldita carga, aún se cernía en su espalda.

Su cuerpo no era el mismo, aunque todavía se avistaban signos de sus anteriores entrenamientos, ya su abdomen, piernas, brazos y trasero no se definían tanto como en años anteriores. Se había abandonado así mismo, pero lo arreglaría pronto. Solo necesitaba acercase a cualquier gimnasio y ponerse en marcha.

Eso, si no lo postergaba.

En unos cuantos minutos salió de la ducha y se sacó rápido. Sacó el móvil del cajón de su mesa veladora y vio la hora. Tenía una hora exacta para arreglarse e ir a la junta. No podía faltar, eso ni pensar.

Se vistió rápido y descendió los escalones. Pasó de largo por la cocina y abrió la puerta del garaje. Allí había dos vehículos, faltaba el tercero que había dejado en el estacionamiento subterráneo del centro comercial: uno de los que allí estaba era una camioneta plateada, el otro coche se trataba de un sedán negro. Menos llamativo e igual de maldito. Sí, eso era. Agarró las llaves suspendidas a un lado de la entrada y se dirigió hacia él con pasos firmes, seguros, como el líder empresario que era.



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En el texto hay: tragedia, ilegal, opuestos

Editado: 22.02.2024

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