La junta había acabado siendo un éxito, como siempre. Nada fuera de lo cotidiano: simplemente una muestra y análisis de los ingresos mensuales. También una buena forma de compartir diversas opiniones con los ejecutivos líderes de cada sector.
Y al final se quedó allí, sentado en la cabecera de una mesa rectangular y observando como sus dos socios lo miraban preguntándole cosas. Cosas que por supuesto él no deducía ni intentaba descifrar. ¿Para qué? A leguas se notaba la curiosidad de ambos hombres, deteniéndose fijamente en sus párpados bajos y nariz.
—¿Vas a decirnos qué ocurrió? —profirió Hank, el más veterano de los tres.
—Un malentendido con un policía —respondió serio, sin hacer un solo movimiento.
—¿Malentendido? —cuestionó Leo, el más joven y analítico—. Matthew me llamó informándome acerca de tu detención y la petición extracurricular que hizo la dirigente de jefatura. Pero si por malentendido te refieres a provocar un choque entre un coche civil y un vehículo policial, entonces sí, fue un malentendido grave. Muy grave, Drummond —regañó, viéndolo con los párpados entornados.
—Me haré cargo de las reparaciones y ustedes no se verán involucrados —explicó.
La cara e imagen de los negocios era él. Era él quien debía cuidarse a sí mismo con responsabilidad y a sabiendas de que ya era un adulto, un hombre encabezando un negocio multimillonario. Pero para Frank no importaba. Si alguna entrevista relacionada con su trabajo surgía, se las arreglaría. Su cerebro era bueno maquinando excusas, algo se le ocurriría en el momento.
—No me preocupa estar involucrado, me preocupa tu salud. La semana pasada, si recuerdo bien, apenas podías caminar por unos vándalos a las afueras de un bar clandestino. Hoy es esto y lo siguiente no sé qué será, pero temo por tu seguridad —espetó Hank Dawson—. Si continúas con estas absurdas hazañas tendremos que contratar custodios. Tienes el privilegio de elección. Esperaré setenta y dos horas por tu respuesta —dijo alzándose de la silla—. Tres días, muchacho —le recordó antes de marcharse.
El silencio entre él y Leo fue irrumpido por el leve clic, clic del bolígrafo que Frank presionaba intensamente con el pulgar. Las palabras de Hank quedaron flotando en su cabeza, así como las hojas arrancadas de un libro flotarían suspendidas en el aire por tiempo efímero.
No había opción, debía esconder sus juegos con más ahínco. Debía ser precavido, ocultar la evidencia de los golpes recibidos y de las prontas cicatrices que adornarían su cuerpo, porque las habría. No se detendría hasta que el dolor oprimiéndole el pecho y la sensación de falta cobijándolo cada penumbrosa noche se marcharan de sus días. No acabaría con lo único que lo hacía sentir vivo, ajeno a su tormenta personal.
—Han pasado años, Frank, busca ayuda o ayúdate a ti mismo parando lo que sea que esto signifique para ti. Hacerte daño no hará que las cosas cambien —opinó Leo, un mohín entristecido atravesó sus comisuras tan rápido como un rayo—. Te lo sugiero como amigo —hinchó el pecho y suspiró aferrando sus dedos en los mullidos reposabrazos a sus lados.
—Aprecio el interés de ambos —apoyó ambas manos sobre el cristal oscuro de la mesa y lo observó, imperturbable, con la intención de nuevamente escabullirse lejos de los consejos y las buenas intenciones para con su vida.
—Anda. Vete —lo invitó señalando la puerta con la palma extendida—. Pero de una vez te digo que si no respondes, Hank comenzará a tratarte como a un niño. No te gustará verte en esa posición. No es agradable estar ahí, Frank. Te lo digo yo —masculló frotándose la sien derecha, tratando de evitar que la tensión abarcase todo su rostro—. Sabes perfectamente como fue —añadió cabizbajo, concentrado en masajear su frente.
—Una mierda —siseo negando, llevando su memoria a los meses de ausencia de Leo.
—Una mierda… —sonrió dejando la frase a medias—. Aun así estoy bien. Gracias a él —sacudió el índice en el aire, chistoso y en dirección a la salida.
—Claro. He ahí el problema… —tú querías sanar. Quiso añadir, mas se calló. Su voz envuelta en una melodía baja no fue escuchada por Leo. Y recordando los pendientes del día, agregó, en voz clara—: Debo hacer unas llamadas —la excusa perfecta y del todo cierta.
—Y yo tengo que ir al casino —el castaño cobrizo y de pecas llenándole el rostro se retiró de la silla, en tanto se acomodaba el saco a juego con el pantalón de mezclilla azul—. Mañana espero verte allí… —dijo tendiéndole la mano—… con buenas noticias. He oído que Harriet nos dejará por algunos meses. Sinceramente, espero que la suplente esté a la altura —sonrió escondiendo una mentira.
En realidad deseaba de todo corazón que quien ocupara el puesto fuese un desastre digno de acaparar la atención de Frank. Quería, más que a nada, verlo frustrado y agobiado por la incompetencia e incuria de su próxima secretaria. Si aquello sucedía, Leo Hartley se desarmaría en risas. Tal vez un sueño imposible de apreciar, pues Frank resultaba ser muy selectivo a la hora de contratar personal.
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De regreso a la oficina, Harriet se acercó a él entregándole documentación importante que requerían de su firma. Frank sujetó la carpeta y luego tomó asiento tras el escritorio. A través de la pantalla divisó el reflejo del edificio al otro lado, y sin querer volteó deteniéndose a observarlo escasos segundos, pues casi de inmediato retornó abriendo la carpeta que su secretaria le había dejado.
Su edificio no era una prominencia en comparación con los demás, menos aún con los edificios de ocio que administraba junto a sus dos socios. Pero allí dirigían casi todo, pues pese a tener una entrada cristalizada, los demás rincones se asemejaban a una bóveda de concreto y hierro sólido, más el compartimento secreto habido en el interior de su oficina, del cual disponían acceso tres hombres: Leo Hartley, Hank Dawson y el mismísimo Frank Drummond.