Frank Drummond despertó mucho antes de que los primeros rayos del alba rozaran los cristales de su ventana. Como en cada amanecer permaneció allí de pie, contemplándolo absorto, descubriendo el arte que se dibujaba delante de sus ojos. Le parecía hermoso, de hecho, para él no existía nada más hermoso que ver al sol desperezándose para llenar de claridad sus lóbregos días.
Luego, a sabiendas de que tenía una cita con la sustituta de Harriet y asuntos que atender, corrió a la ducha. Antes tomó un traje negro, unos zapatos reluciendo la misma tonalidad. Siguió agarrando una corbata azul de lunares blancos de la gaveta y regresó al closet para escoger una camisa del mismo tono inmaculado que los círculos distribuidos a lo largo de la tela azulada.
Al otro lado ciudad, donde las fachadas de las propiedades se asemejaban unas con otras, estaba ella: Narella Carson, atragantándose con el desayuno que le había preparado su hermana. Ya estaba vestida para la ocasión. Una falda tubo azul se ceñía delicadamente a sus muslos y cintura. Se había colocado unos zapatos de tacón bajo, pues para llegar a su destino debía tomar el metro y no era demasiado buena manejando el equilibrio cuando la prisa y los nervios la envolvían.
Melanie, su hermana, había mencionado que se vería más formal llevando un blazer que combinase con la falda. Aceptó luego de soltar un bufido de frustración y poniéndose como condición llevar alguna prenda que representara su personalidad como realmente era.
Se colocó la camiseta blanca con el diseño de un girasol sonriendo estampado a la altura de sus senos.
Ante su propio reflejo se vio excepcional y sonrió, satisfecha. Estaba contenta e ilusionada por al menos haber conseguido una entrevista en una de las empresas de ocio de sus sueños. Se veía hermosa y no solo lo decía la devolución de imagen de un espejo, también lo había comentado su padre, quien por un instante dejó el periódico sobre la isleta y se bajó los lentes para luego sonreírle con los pulgares en alto.
Su madre la había rodeado con los brazos, susurrándole su orgullo y la felicidad de verla levantándose nuevamente. Y su hermana, un año y tres meses mayor que ella, le había guiñado un ojo, cómplice y transmitiendo un mensaje que solo Narella fue capaz de leer usando la voz interior de su cabeza.
—Muy bien, es hora de irnos —pronunció Melanie, dándole una ligera ojeada al reloj digital alrededor de su menuda muñeca.
—Ya termino —Narella emitió un quejido al sentir el brebaje caliente envolviéndole la lengua.
La miró con ojos suplicantes, pues el desayuno sería lo único que ingeriría antes de regresar a casa y no sabía, realmente desconocía cuantas horas pasarían hasta que su estómago pudiera recibir otra ración de comida. Sin embargo, estaba dispuesta a correr el sacrificio. No acostumbraba a saltarse ninguna comida, pero hoy lo haría porque prefería eso a tener que engullirse la boca de alimentos hechos por manos e higiene desconocida. Y no era noticia que en las ciudades deambulaban todo tipo de alimañas contaminando a su paso. Tal era el caso de aquel murciélago en China.
No, señor, ella tenía todo menos un pelo de tonta. No sería la segunda en contraer una infección viral.
—Te esperaré fuera —Melanie espetó sujetando uno de los cascos situados a un lado de la isleta. Saludó a sus padres dándoles un beso en las sienes y se acercó a ella robándole una trozo de la hogaza que Narella sostenía en mano—. Dos minutos o iras andando —se alejó luego de guiñarle.
Melanie era una mentirosa. No la dejaría. Podía demorarse cuatro horas que no se iría. Nunca la dejaba plantada. Incluso de ser necesario, y si se notaba que llegaría con retraso, se ofrecería a acercarla al edificio pese a odiar y maldecir los embotellamientos del tránsito en las calles de la ciudad. Así era la pelinegra con dos mechones platinados cayendo a los lados de su frente, una mentirosa fatal y un ser muy leal con quienes quería.
Sopló el vaho alzándose de su taza y bebió un sorbo largo. Tragó el líquido amargo porque así prefería el café, intenso y sin atisbos de endulzantes, algo que contrariaba su personalidad. Mordió con ahínco un pedazo grande de hogaza y luego, haciendo la mezcla que tanto recelaba su madre, volvió a beber de la taza. Pasó todo junto por la garganta, sintiendo el acogedor calor abrigando su estómago.
Una vez la taza estuvo vacía y la hogaza se convirtió en migas en la superficie de madera de la isleta bajó del banco alto dando un brinco. Saludó a su madre con un beso en la mejilla y se acercó a su padre chocando su puño con el del hombre de cabeza rapada. Ambos chasquearon los dedos en el aire y se sonrieron con un guiño.
—Suerte —murmuró él, viéndola tomar el otro casco.
—Bonito día. Los quiero —emitió Narella, corriendo hacia el exterior, en tanto se echaba el asa de su mochila al hombro.
Afuera la recibió el sol matutino, brillando y calentando con mayor intensidad que el anterior mes. La primavera se percibía en el vecindario. Las orquídeas y los cerezos en el jardín de la señora Olsen volvían a florecer tras casi un año sin hacerlo.
La moto negra con plásticos morados de Melanie se encontraba estacionada en la calle, lista para partir hacia la estación del metro. Su hermana también estaba preparada para conducir, tenía el casco negro puesto haciendo obvia combinación con la chaqueta de cuero que meses atrás había rescatado de una tienda de segunda mano y las mangas de su pantalón rasgado, que ya resultaba ser un clásico, metidas dentro de sus borceguís.
Como un rictus, estaba masticando la típica goma de mascar sabor fresa que acostumbraba a saborear a dónde fuera que fuese.
—Ponte el casco —pidió una vez Narella estuvo sentada a su espalda. La castaña de ojos tan intensos como la penumbra de una noche sin luna asintió metiendo la cabeza en dicho objeto —. Sujétate —vociferó alto, encendiendo el sonoro motor de la bestia que conducía.