Mayo del 2025.
Recuerdo perfectamente el día en que la vi, en el momento que supe que era ella, la mujer de mis retratos, de cada trazo en el lienzo. Era ella, la mujer de mis sueños desde que tengo 17, estaba sentada en una cama del hospital mirando la nada, pensando en algo que no puedo saber aunque lo intente. Ella me devolvió la mirada y sentí que el mundo se detenía, la ventana estaba abierta y pude notar como algunos pétalos del árbol de cerezo caían cerca de ella, como si se tratase de una película de romance. Mi corazón latía desvocadamente al reconocer su rostro.
— ¿Eres doctor? — Preguntó. Asentí despacio sin quitar la vista de ella, podía recordar cada parte de su rostro sin ningún esfuerzo, sabia que tenía exactamente 44 pecas en todo el rostro. Que tenia un lunar cerca de su hombro, y ahora podía confirmar, ella si existía y no era mi imaginación.
— Doctor Elías, veo que ya conoce a mi nueva paciente. — interrumpió Leonela tocando mi hombro al entrar.
— Ah si, mucho gusto, soy el doctor Elías o Reyes, pero me gusta más mi nombre. — Sonrió nervioso ¿Cómo se actúa delante de la mujer que has pintado la mayoría de tu vida?
— Un gusto, doctor Elías, yo soy Esperanza Gutiérres. — ella me quedo observando un rato más, que para mi fue eterno,entonces dijo — ¿Nos conocemos? —
— Tal vez.— respondí
— Pero... ¿de donde? — preguntó más para sí misma que para mi.
— Tal vez de un sueño.
Ella sonrió, a penas pero lo hizo y yo la quería retratar una vez más.
La segunda vez que la vi, estaba sentada en la fuente de mármol que daba al jardín principal.
— ¿Cómo está señorita esperanza? — pregunté sentándome a su lado.
— No se, siento que la esperanza se escapa de mis manos. — No supe qué responder, al parecer era una persona poética, no supe a que se refería, por lo cual nos quedamos en silencio. Mientras todo el mundo giraba nosotros solo disfrutamos del silencio.
Me pregunté si hablaba de su nombre o de su vida, pero no me atreví a preguntar. Había algo en ella que no debía romperse con preguntas torpes ni respuestas médicas.
Esperanza era un misterio envuelto en luz tenue y ausencias.
Y yo… yo solo quería quedarme allí, cerca, aunque fuera en silencio.
—¿Siempre venís al jardín? —me animé a preguntar después de unos minutos.
—Cuando puedo, sí. Me gusta ver cómo los pétalos caen sin miedo… —respondió con la mirada perdida en el cielo—. Ellos no dudan, simplemente caen.
No entendí del todo, pero su voz tenía una calma que me desarmaba.
Me recordó a un fragmento de un libro que leí en la universidad, algo sobre cómo hay personas que viven como si ya supieran el final de su historia.
—¿Y vos? ¿Siempre vas por ahí sentado con pacientes al atardecer? —dijo girando hacia mí con una media sonrisa.
—Solo con los que me han habitado la mente desde los diecisiete.
Ella volvió a sonreír. Esta vez, sin disimulo.
Y yo sentí, una vez más, que quería pintar ese instante. Su cara enmarcada por el sol descendente, sus manos juntas sobre el regazo, y su tristeza… esa tristeza que aún no comprendía.
—¿Sabés? A veces siento que soy una hoja suelta. Como si me hubieran arrancado de un árbol y ahora el viento no supiera dónde dejarme.
—Yo… —empecé a decir, pero se me hizo un nudo en la garganta.
La miré.
Tan joven, tan viva, y sin embargo, con esa forma de hablar como si ya caminara al borde del adiós.
No sabía qué tenía. No sabía por qué seguía internada. Leonela no me decía nada, solo me lanzaba miradas que me pedían paciencia.
Pero cada día, Esperanza parecía apagarse un poco más.
La tercera vez que la vi fue desde lejos.
Estaba en el pasillo, apoyada contra la pared, y respiraba como si cada inhalación le doliera.
Me acerqué con disimulo, preocupado, y ella me vio. Enderezó la espalda y sonrió.
—Estoy bien, doctor Elías —dijo antes de que pudiera preguntar—. Solo me tomé unos minutos para escuchar mi cuerpo. A veces me habla.
—¿Y qué dice?
—Que no me aferre demasiado.
Mi corazón se encogió.
No sabía si hablaba de sí misma o de mí.
Pero ya era tarde. Yo ya me estaba aferrando.
A sus palabras. A sus silencios. A su rostro que conocía mejor que el mío.
Y aunque todavía no lo sabía con certeza…
El miedo ya había echado raíces en mí.
Miedo de que el tiempo se nos acabara.
Miedo de que esa historia ya estuviera escrita.
Y que yo no fuera más que un testigo tardío de su último capítulo.
Pasaron algunos días. A veces la encontraba en el jardín, otras no.
Cuando preguntaba por ella, Leonela desviaba la mirada o me pedía que me enfocara en mis propios pacientes.
Pero era inútil. Desde que la vi, todo lo demás se volvió un murmullo lejano.
Una tarde, la busqué sin querer buscarla.
Me encontré caminando por los pasillos blancos con pasos que no eran del todo míos.
La vi dormida en su habitación.
El sol entraba a través de las cortinas a medio cerrar, tiñendo su piel pálida de oro suave.
Tenía un libro cerrado entre las manos y el suero goteaba con una lentitud casi cruel.
Me quedé ahí, observando.
Era ella.
Era la mujer que había pintado en más de quince cuadros.
Siempre con el mismo gesto, la misma mirada, como si supiera que me esperaba desde antes.
—No es justo, ¿verdad? —dijo una voz detrás de mí. Me giré. Leonela.
—¿Qué cosa no es justa? —pregunté, aunque sabía que ella no hablaba solo de medicina.
—Ella —suspiró—. Su historia. Su cuerpo. Todo lo que ha tenido que callar.
—¿Qué está pasando con ella, Leonela?
—No puedo decírtelo, Elías.
—Soy su doctor también.
—No en esta historia. En esta historia, sos otra cosa para ella.
La respuesta me dejó mudo.
Ella se fue dejándome ahí, con una verdad a medias que ardía más que cualquier diagnóstico.
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Editado: 24.05.2025