Cuando trazo en el lienzo, y tus ojos se apagan

Conociéndonos

Esa vez me la encontré saliendo del baño, a paso lento, pero con unos ojos llenos de vida.

— ¿Adónde vas con esos ojos tan preciosos?

Pregunté poniéndome a su lado.

—¿Qué tienen mis ojos? — dice mirándome

— Vida. — respondo.

— Pues es lo que me falta. — Rie y yo quedo serio a su chiste sin gracia.

— Vale es broma. — Dice sin quitarme los ojos de encima esperando a que yo reaccione.

— No es gracioso para mí que te estado buscando más de 15 años.

— Para mí si lo es, en la vida hay que divertirse si no ¿Qué sentido tiene?

Quedo pensando aquellas palabras, ella está tan llena de vida, de dulzura que no puedo creer que está enferma.

— ¿Querés tomar café conmigo? En un cafetería que queda cerca del hospital no te dirán nada, y a mí tampoco, falta una hora para que empiece mí turno.

Ella esboza una sonrisa que me flecha el corazón. Me indica que espere un momento con un movimiento de manos. Va así habitación y se pone una diadema de perlas en el cabello.

— vamos. — se coloca Alado mio y comenzamos a caminar despacio, a su tiempo. Aunque nosé que diagnóstico tiene se que está débil por el color de su piel y como camina de despacio, cómo si le doliera solo caminar.

Al llegar a la cafetería notamos que es muy vintage, tiene un color vino en las paredes las sillas son de un color blanco y alchonado, ella queda imprecionada con el lujo del lugar tanto que me toma del brazo y mormura despacio casi imprescindible

— Doctor Elías ¿No es muy caro el lugar?

— Así es, pero no te preocupes yo pago.

Nos sentamos cerca de la ventana para ver las flores de ceresos caer. Ella queda fascinada.

— Me gustaría salir del hospital, caminar por las calles de mí ciudad, también sentir la arena bajo mí pies, sentir el océano, sentir que estoy viva. Pero mí familia me tiene internada en ese lugar con la esperanza de...

Ella queda en silencio, yo solo la escucho, sus sueños son tan sencillos que me molesta que no la dejan cumplir cada uno de ellos.

— El fin de semana estoy libre, podemos pedir permiso a tu tutores para salir a caminar por el océano o comer alguna comida que no sea tan insípida como la del hospital. Se le ilumina todo el rostro.

— Ay si, sería mí mayor deseo. —

— ¿Entonces aceptas está cita?

— Por supuesto. —

Y eso es lo único que necesito para seguir la tarde.

Jueves

La encontré esperándome en la sala común, sentada en un sillón junto a la ventana. El sol de la mañana entraba en líneas suaves, bañando su rostro de una luz cálida que parecía protegerla. Tenía un libro entre las manos, uno de tapa dura con bordes dorados y letras pequeñas. Al verme, alzó la vista con una sonrisa que me alcanzó al pecho.

—Puntual como siempre, doctor Elías.

—Elías, solo Elías —le recordé, y me senté a su lado.

Habíamos acordado leer juntos ese jueves, pasar el día sin tiempo, sin terapias, sin médicos y sin los relojes del hospital marcando lo que se puede o no se puede. Solo nosotros y un libro.

—¿Qué elegiste? —pregunté, mirando la portada.

—Cumbres borrascosas. No me preguntes por qué, pero hoy me sentí gótica.

—Perfecto. Entonces seré tu Heathcliff por unas horas.

Ella soltó una risa dulce, y ese sonido hizo que valiera la pena cada turno doble, cada noche sin dormir. Nos acomodamos en el sillón, hombro con hombro, compartiendo el libro en medio.

Yo leía en voz alta, entonando como si se tratara de una obra teatral, y ella me escuchaba con atención, a veces cerrando los ojos, a veces corrigiéndome cuando alguna palabra se me escapaba mal pronunciada.

—No es "melancolía", es desgarro, lo que siente Cathy —me dijo en un momento, con esa pasión inesperada que me sorprendía cada día más.

—¿Y tú qué sabes de eso?

—Sé lo que es amar y no poder tocar. Sé lo que es querer salir corriendo y que tus piernas no te respondan. Eso sí es desgarro.

Me quedé callado, dejando que sus palabras calaran hondo. Cerré el libro un momento.

—¿Querés seguir o querés hablar?

—Quiero ambas cosas. Pero primero, un poco de té.

Salimos al pequeño comedor del hospital. Compré dos tazas del infame té de saquito con gusto a cartón y ella lo recibió como si fuera un regalo del cielo. Nos sentamos en una mesa más apartada, y mientras revolvía con lentitud su taza, me habló de su infancia.

—De niña jugaba a leer en voz alta a las muñecas. Les hacía creer que eran grandes damas. Luego crecí, y las dejé... pero el amor por los libros quedó. Cuando me internaron la primera vez, tenía catorce. Me regalaron Alicia en el País de las Maravillas. Desde entonces no dejé de leer.

—Por eso hablás como si vivieras en una novela.

—¿Y eso es malo?

—No. Es hermoso. Me hace sentir parte de algo más grande, algo... poético.

Volvimos a la sala común. Esta vez ella se recostó sobre mí, con la cabeza en mi hombro y las piernas sobre el sillón. El libro abierto en su regazo. Yo seguía leyendo, pero cada tanto mi voz bajaba, porque la sentía tan cerca que mis palabras salían en susurros.

Cuando llegó una parte especialmente triste del libro, noté que se le humedecían los ojos. Cerró el libro de golpe.

—¿Querés que paremos?

—No, quiero contarte algo.

Asentí.

—Cuando supe que estaba enferma, lo primero que pensé fue: no voy a tener una historia de amor. Me resigné. Pensé que eso no era para mí. Y entonces... llegaste vos, con tus preguntas tontas y tu café caro, y tu forma de mirar como si yo fuera más que una paciente.

—Es que sos más que una paciente.

—Pero me asusta. Me asusta quererte. Porque si me voy... vos te vas a quedar. Y eso me duele más que mi cuerpo.

Tomé su mano. No lo pensé. Solo lo hice. Estaba tibia, frágil, pero sujeta con fuerza a la mía.

—Yo también tengo miedo —le confesé—. Porque nunca sentí esto. No así. Y ahora todo me importa más: tus pasos, tus palabras, cómo te sentís. Y no sé si eso es justo para vos.




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