Desde las siete y treinta, mis manos comenzaron a sudar. Me miré en el espejo, me veía bien, el traje de baño lo llevaba puesto debajo de la ropa de playa.
Le colgué el teléfono a Shantal porque se rio de mí cuando le avisé que no sabía qué ponerme, eso no fue gracioso, a veces se comportaba como si todavía estuviésemos en la secundaria.
Oí un auto afuera y corrí hacia la ventana, él había llegado.
Chanel dio un gruñido territorial y husmeaba bajo la puerta principal.
―¿Viste quién está afuera? ―preguntó mi hermana con incredulidad, luego me observó furtivamente.
―¿Lo conoces? ―susurré.
―Él camina por la playa, luciendo todo maravilloso, siendo amistoso con todos, pero no deja que ninguna chica se le acerque. Llegó hace unos días de Bogotá.
La información se guardó en mi cabeza.
―Por favor, no vayas a decir nada que me avergüence ―supliqué.
―¿Qué quiere? ―inquirió, luego hizo un gesto con la mano para que Chanel se alejara de la puerta―. ¡Para de ladrar, chica!
―Bueno, él me invitó a salir.
―¿Qué? ―Mi hermana se detuvo a mirarme con sorpresa.
―Basta, Gabriela, es solo una salida ―espeté.
Gabe abrió la puerta y se quedó en silencio por varios segundos. Matthew estaba detrás, luciendo como él: hermoso y sexy. Echaba su cabello hacia atrás porque el viento se lo estaba agitando. Nuestras caras no reflejaban nada, pero bajo la superficie gritaban un montón de cosas, era como cuando en una película el chico guapo aparece y una se queda...
―¡Impactada! ―exclamó Gabriela―. Mejor de cerca que de lejos, y quiere salir contigo, debes ir a pasear enseguida, ¡ya mismo!
Él sonrió, no afectado por el entusiasta recibimiento de mi hermana.
Gabriela suspiró y me di cuenta de que esa era la señal para que yo interviniera.
―Gracias por acompañarme hasta la puerta ―dije a regañadientes―. Hola, Matthew, ¿nos vamos?
―Sí, para mí está bien ―emitió, dándose cuenta de mi apuro.
―¡Pásenla bien! ¡Ponle protector solar, Diana! ―gritó Gabe cuando nos alejábamos.
Lo único que recibió fue un gesto de advertencia de mi parte y una carcajada de Matthew.
A solas con él, estaba consiente de algunas miradas por lo rara que me veía sin ropa de trabajo, caminando hacia la arena, asustada y emocionada a la vez. De pronto, él se detuvo.
―Así que todos te conocen ―dijo con confianza.
Lo miré por encima de mi hombro, parecía divertido.
―Pueblo pequeño ―respondí con seguridad, extendiendo mi toalla en la arena―. Y que todo el mundo toma café.
―¿Te gusta trabajar en ese lugar?
―Digamos más bien, que lo disfruto mientras consigo entrar a la universidad.
―¿Qué quieres estudiar? ―Se sentó junto a mí, su cercanía me hacía sentir cosas extrañas.
―Literatura... ―contesté mientras miraba a unos niños que jugaban en la arena, pero de pronto mi voz se apagó... Eso es lo que ella me decía que estudiara, Iris Sanlés apostaba por mí. Pero ella se había marchado, ya no sería única para alguien, entonces caí en cuenta de algo―. ¿Cuánto tiempo te quedarás en Cartagena?
―Lo suficiente para conocerte ―comentó, alargando su mano hacia mí, dejé que me la agarrara y me gustó lo bien que encajaron nuestros dedos―. ¿Por qué literatura?
―Tengo escritas varias historias ―le conté, y fue extraño que me abriera con él, pero luego de un rato me relajé y la mayoría de la mañana la pasamos conversando, intercambiando un dato por otro.
Se hizo el silencio cuando él se levantó de la arena. Bueno, no todo estaba en silencio, el romper de las olas en la orilla rugía en mis oídos, al igual que la sangre que tronaba en mis venas. Matthew se veía espectacular sin camisa y en short de playa. Levanté la vista hacia él, justo cuando estiró su mano para ayudarme a ponerme de pie, luego me invitó a entrar al agua. Nunca olvidaré la expresión de su rostro al verme en traje de baño, sentía que éramos incapaces de apartar la mirada el uno del otro.
Tomé su mano y lo seguí, fue entonces donde todo cambió.
Nos metimos al mar, no podíamos parar de reír, no podíamos alejarnos a más de un metro. Él disfrutaba hundiéndose, su cuerpo se movía con las olas y mi corazón latía como un maldito tambor cada vez que me sonreía. No entendía qué había visto en mis ojos, pero puedo decir que en ese momento, yo comencé a adorar los suyos. Había muchas chicas en la playa, pero él solo me veía a mí, me sentí especial.
A Matthew no le preocupaba que lo observaran perseguirme por la arena, me sujetaba de la cintura cuando venía una ola grande y me contaba muchas anécdotas: tocaba la guitarra porque le encantaba y se despertaba temprano para ver salir el sol, leía libros, estudiaba arquitectura y tenía veintitrés. Era un muchacho diferente en un pueblo que solo era recordado en verano. Yo sabía que se iría, pero él era lo que necesitaba en ese preciso momento.
Nos sumergimos tras una gran ola y cuando salimos a la superficie me acarició el pelo.
―Tienes varios mechones rebeldes ―susurró, al tiempo que me los quitaba del rostro. Resoplé una pequeña risa y alcé la vista hacia el muchacho que tenía enfrente―. ¿Siempre has vivido aquí?
―Desde que nací ―contesté―. Y tú, ¿viajas mucho?
―Mi familia suele aprovechar las vacaciones. He estado en varias ciudades, aunque este viaje a Cartagena surgió de improvisto y no estaba siendo mi favorito, hasta ahora. ―Matthew se echó hacia adelante y colocó sus manos en mis mejillas.
―¿Qué estás haciendo? ―pregunté con un remolino formándose en mi estómago.
―Quiero mirarte de cerca, quiero saber qué es lo que me está volviendo loco desde que te vi, pero más que eso, quiero saber a qué sabe tu boca ―dijo con voz suave.
―Matt, hay un montón de chicas en este pueblo, ¿por qué yo? ―susurré.
―No lo sé, yo solo te estoy viendo a ti...
Sin ser capaz de resistirme más, lentamente me puse de puntillas, sonriendo por sus palabras. Nuestros labios se rozaron y exhalé a través de mi nariz. Matthew sabía a mar.