Cuando una flor se encuentra con las estrellas

Capitulo 1

Asheville, Carolina del Norte Montford.

El aroma a rosas llenaba el aire. Suave, dulce, casi como si tratara de acariciar el alma de cualquiera que cruzara la puerta de la pequeña floristería. Los rayos del sol de la tarde se filtraban por las ventanas, iluminando los colores vibrantes de tulipanes, margaritas y lirios. El suave murmullo de una vieja radio llenaba el espacio, acompañando a Amelia mientras ajustaba los tallos de un ramo de lirios blancos.

—Perfecto —murmuró para sí misma, observando su trabajo con una sonrisa satisfecha.

Amelia llevaba toda la vida rodeada de flores. Su madre le había enseñado que cada una tenía un significado, un mensaje silencioso que podía transformar el día de alguien. Y eso era justo lo que quería hacer: llenar el mundo de pequeños mensajes de esperanza.

El tintineo de la campanilla sobre la puerta interrumpió sus pensamientos. El viento frío de la calle se coló en la tienda, revolviendo el aroma a flores. Amelia levantó la vista justo cuando la puerta se cerró de golpe tras la figura de un hombre.

El oso.

No lo conocía por su nombre, pero todos en el barrio lo llamaban así: el tipo enorme, gruñón y de mirada sombría que parecía llevar una tormenta personal a donde fuera. La gente cruzaba la calle solo para evitarlo, como si su sola presencia pudiera apagar el sol.

Su cabello oscuro estaba desordenado por el viento, y llevaba una chaqueta de cuero que parecía haber sobrevivido varias batallas. Sus manos, grandes y fuertes, descansaban junto a sus costados con una torpeza que contrastaba con su aspecto imponente.

—Buenas tardes —saludó Amelia, dibujando su mejor sonrisa.

El hombre frunció el ceño, como si no estuviera acostumbrado a las cordialidades.

—Necesito algo —dijo con voz grave.

—¿Algo en especial? —preguntó ella, sin perder la sonrisa.

—Flores. Para una tumba.

La sonrisa de Amelia se suavizó. Había algo en su tono que le recordó a las tardes solitarias que había pasado en el cementerio, dejando flores para alguien que nunca volvería.

—Lo siento mucho —dijo con sinceridad—. ¿Le gustaría algo simple o prefiere un arreglo más elaborado?

El hombre se encogió de hombros.

—Simple. Nada de tonterías.

Amelia asintió y se dirigió al mostrador. Mientras seleccionaba algunas flores, no pudo evitar lanzar miradas curiosas al hombre. Había algo en él, una tristeza contenida que parecía pesarle más que sus propios hombros anchos.

—¿Le gustan las rosas? —preguntó mientras cortaba los tallos.

—No.

Ella soltó una risa suave.

—Directo al punto, ¿eh?

—Siempre.

—Bien, entonces lirios y algo de follaje —decidió ella, componiendo el ramo con delicadeza.

El silencio se instaló entre ellos mientras ella trabajaba. Solo el suave rasgueo de las tijeras y el murmullo de la radio llenaban el aire.

—Aquí tiene —dijo finalmente, entregándole el ramo

El hombre sacó la billetera y pagó sin decir una palabra. Cuando Amelia le devolvió el cambio, sus dedos rozaron los de él por un instante. Su piel era cálida, a pesar de su apariencia fría.

—Gracias —dijo él, con voz apenas audible.

—Espero que las flores le lleven algo de paz —dijo Amelia suavemente.

El hombre asintió, pero antes de salir, se detuvo.

—¿Cómo te llamas?

—Amelia. ¿Y usted?

Él pareció dudar, como si dar su nombre fuera entregar un pedazo de sí mismo.

—Gabriel.

—Mucho gusto, Gabriel.

—Supongo que nos veremos —dijo él, antes de salir por la puerta.

Amelia lo observó alejarse por la calle, con el ramo de lirios en la mano. Había algo en ese hombre que la intrigaba, como un acertijo que quería resolver. Sonriendo para sí misma, volvió a su trabajo, sin saber que ese encuentro sería solo el comienzo de algo que cambiaría sus vidas para siempre.

Horas antes

El reloj marcaba las nueve de la mañana cuando Gabriel encendió su vieja camioneta. El motor rugió con ese sonido familiar y desgastado, acompañado por el crujido de la transmisión. La bruma de la mañana cubría las calles del barrio, y el aire frío cortaba la piel.

La cafetera había escupido un café amargo que apenas le había servido para despejarse. Gabriel prefería el silencio de las mañanas, pero aquella fecha no le daba tregua. Era el aniversario de la muerte de su abuela, la única persona que había sido un remanso de calma en su vida. Había prometido llevarle flores, aunque odiara todo lo relacionado con adornos y gestos sentimentales.

Condujo por las calles desiertas, su mente perdida entre recuerdos. La abuela María siempre había tenido las manos perfumadas de lavanda y una sonrisa serena, incluso cuando la vida le había sido difícil. Había sido su refugio cuando el mundo le daba la espalda.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.