El sol se alzaba lentamente sobre la ciudad, pintando el cielo con tonos rosados y dorados. Amelia había despertado temprano, como siempre, para abrir la floristería. El aire fresco de la mañana la llenó de energía mientras caminaba por la calle adoquinada con una cesta de flores en la mano. Las calles todavía estaban tranquilas, apenas algunos vecinos madrugadores se cruzaban en su camino.
Al llegar a la tienda, deslizó la llave en la cerradura y empujó la puerta, liberando el familiar aroma de las flores. Las primeras luces del día se filtraban por el ventanal, iluminando los colores vibrantes de las rosas, lirios y margaritas.
Se quitó el abrigo y comenzó a organizar los ramos que había preparado la noche anterior. Mientras lo hacía, su mente volvía una y otra vez al recuerdo de Gabriel. Había algo en él que la intrigaba, algo que iba más allá de su apariencia ruda. Era como si su corazón le susurrara que había una historia esperando ser descubierta.
—¡Buenos días, Amelia! —la voz alegre de Claudia, su vecina de tienda, la sacó de sus pensamientos.
—¡Buenos días, Claudia! ¿Lista para otro día?
—Siempre —respondía Claudia con una sonrisa.— Te vi perdida en tus pensamientos. ¿Estabas pensando en el oso gruñón de ayer?
Amelia soltó una risa suave.
—Tal vez. Es difícil no pensar en alguien que parece tan fuera de lugar en una floristería.
Claudia levantó una ceja con curiosidad.
—Quizá vuelva. Los hombres así suelen tener sus secretos, y a veces las flores son el remedio para corazones rotos.
Amelia asintió, aunque en su interior no estaba segura de si Gabriel volviera.
Mientras tanto, en otra parte de la ciudad, Gabriel ajustaba la correa de su reloj mientras se preparaba para salir. Había dormido poco; las estrellas y el recuerdo de la floristería habían rondado su mente toda la noche.
—Ridículo —murmuró para sí mismo mientras se echaba la chaqueta al hombro.
Condujo su camioneta por las calles aún tranquilas, buscando el lugar donde había dejado parte de sí mismo el día anterior. El aroma de las flores seguía presente en su memoria, pero más que eso, era la imagen de Amelia la que no podía sacarse de la cabeza.
Cuando aparcó cerca de la floristería, se quedó un momento dentro del vehículo, observando la tienda desde la distancia. Vio a Amelia moverse dentro, su figura iluminada por la suave luz del día.
—¿Qué demonios estás haciendo, Gabriel? —se preguntó en voz alta, pero su cuerpo ya había tomado la decisión antes que su mente.
Empujó la puerta de la tienda, y la campanilla anunció su entrada.
Amelia levantó la vista, sorprendida, pero con una sonrisa que iluminó todo el espacio.
—¡Hola! ¡Has vuelto!
—Parece que sí —dijo él con una voz seca, manteniendo el ceño fruncido.
—¿En qué puedo ayudarte hoy?
Gabriel miró alrededor, como si buscara algo.
—No estoy seguro. Quizá solo quería ver las flores. ¿Hay problema?
Amelia río suavemente, sin dejarse intimidar.
—Para nada. Las flores siempre tienen algo que decir. Solo hay que saber escuchar.
Gabriel bufó, cruzando los brazos.
—No creo que sean muy habladoras.
Amelia lo observó por un momento, sintiendo cómo las palabras de Gabriel, por muy bruscas que fueran, escondían cierta curiosidad.
—¿También crees que las estrellas hablan? —preguntó él, casi sin darse cuenta.
Amelia parpadeó sorprendida, pero luego su sonrisa se ensanchó.
—Siempre. Las estrellas y las flores tienen mucho en común, si te detienes a pensarlo.
Gabriel asintió lentamente, aunque su expresión seguía siendo seria.
—Tal vez tengas razón. Pero dudo que me cuenten algo interesante.
La conversación fluyó con una facilidad inesperada, como si el universo estuviera alineando cada palabra. Amelia sintió que algo especial comenzaba a germinar entre ellos, mientras Gabriel descubrió que quizá no todo en la vida tenía que ser duro y solitario.
A veces, incluso las estrellas más distantes pueden iluminar el corazón de quienes no buscan la luz.