El amanecer despuntaba entre tonos suaves de lila y naranja, pero en la colina el tiempo parecía detenerse. Amelia y Gabriel seguían tumbados sobre la manta, bajo el cielo abierto que se resistía a desvanecerse completamente en la claridad del día. Las estrellas se habían apagado, pero el eco de su presencia aún flotaba en el aire.
Amelia respiró hondo, llenándose del aroma fresco del pasto humedecido por el rocío.
—¿Sabías que hay una flor que florece solo de noche? —preguntó de repente.
Gabriel giró la cabeza hacia ella, frunciendo el ceño.
—¿Otra de tus teorías raras?
—No es teoría —dijo ella, sonriendo—. Se llama Dama de Noche. Solo abre sus pétalos cuando el sol se ha escondido.
—¿Y por qué haría algo tan absurdo?
Amelia soltó una risita.
—Quizá le gustan las estrellas tanto como a nosotros.
Gabriel bufó, pero no dejó de mirarla.
—Las flores no piensan.
—Tú tampoco pareces muy convencido de eso.
Gabriel volvió a fijar la vista en el horizonte.
—Las estrellas tampoco piensan. Solo están ahí.
Amelia se tumbó de nuevo, entrelazando las manos sobre su abdomen.
—Quizá ese es el punto. Las cosas que simplemente existen pueden ser las más bellas. Como las flores. O las estrellas.
Gabriel rodó los ojos.
—De verdad tienes un talento para hacer que todo suene cursi.
—Gracias —respondó ella alegremente.
—Las estrellas siempre están ahí, aunque no las veamos. Me gusta pensar que cuidan de nosotros en silencio.
Gabriel la mira con el ceño fruncido.
—¿Las estrellas? No sienten, no piensan y mucho menos cuidan. Son bolas de gas explotando en el cielo. Fin de la historia.
Amelia sonríe con ternura.
—Talvez... Pero eso no significa que no estén brillando para nosotros.
-Si, claro. Seguro que ahora mismo una estrella está preocupadísima por ti. — Sarcástico
El viento agitó suavemente los mechones sueltos de su cabello. Gabriel observó cómo ella cerraba los ojos por un instante, como si absorbiera cada partícula de la naturaleza que los rodeaba.
—¿Siempre fuiste así? —preguntó él de repente.
—¿Así cómo?
—Positiva. Soñadora.
Amelia abrió los ojos y lo miró con una expresión serena.
—No siempre. Pero aprendí que ver lo bueno no significa ignorar lo malo. Es elegir a qué le das importancia.
Gabriel se quedó en silencio, procesando sus palabras. No era algo que pudiera entender del todo, pero había algo en Amelia que hacía que quisiera intentarlo.
—¿Y tú? ¿Siempre fuiste tan gruñón? —preguntó ella con una sonrisa traviesa.
—Es un talento natural —dijo él sin perder el ceño.
Amelia se rió, y el sonido suave de su risa pareció fundirse con el susurro del viento.
—Quizá deberías patentar tu gruñido. Podría ser tendencia.
—Muy graciosa.
El silencio regresó, pero esta vez no era pesado ni incómodo. Era un silencio lleno de cosas no dichas, de pequeños puentes que se iban tendiendo entre sus mundos.
—Oye, Amelia.
—¿Sí?
Gabriel frunció el ceño, como si estuviera debatiendo si decir lo que pasaba por su mente.
—Las estrellas... ¿De verdad crees que cuentan historias?
Amelia sonrió suavemente.
—Sí. Pero no siempre las mismas. Depende de quién las mire.
Gabriel no respondió, pero la forma en que sus ojos permanecieron fijos en el cielo indicaba que estaba buscando algo, tal vez una historia propia entre las constelaciones.
A veces, el cielo no necesita palabras para conectar a dos almas que miran en la misma dirección.