Cuando una flor se encuentra con las estrellas

CAPITULO 8

El aire fresco de la mañana le calaba los huesos, pero Gabriel no se inmutaba. Sus pasos eran firmes y constantes mientras descendía por el sendero que lo alejaba de la colina. El eco de las risas de Amelia aún flotaba en su mente, como una canción que no podías dejar de escuchar, por mucho que quisieras.

—Tonterías —murmuró para sí mismo, frunciendo el ceño.

La brisa agitaba su chaqueta, y aunque el sol ya asomaba en el horizonte, el frío persistía. Gabriel hundió las manos en los bolsillos, deseando que aquel paseo improvisado hubiera sido solo un mal sueño. Pero no lo era. Él, Gabriel, el tipo al que nadie se atrevía a mirar dos veces, había pasado la noche en una colina hablando de estrellas con una chica que parecía salida de un cuento de hadas.

—Ridículo —gruñó.

A medida que avanzaba, las casas del pueblo comenzaron a aparecer. Las fachadas aún dormían, y apenas se escuchaban algunos ruidos lejanos de personas comenzando su día. Gabriel no necesitaba mirar para saber que pronto los ojos curiosos se posarían en él, como siempre. La gente tenía esa manía de inventar historias sobre su vida solo porque no iba por ahí sonriendo como un idiota.

Cruzó la calle principal, pasando frente a la panadería, donde el aroma del pan recién horneado se filtraba por las ventanas abiertas. Por un segundo, su estómago protestó, recordándole que no había comido nada decente en horas.

—Luego —se dijo a sí mismo.

Cuando llegó a la puerta de su taller, sacó la llave del bolsillo y la giró en la cerradura. El chirrido familiar le dio una extraña sensación de alivio. Dentro, el espacio olía a metal y aceite, una mezcla que siempre lograba calmarlo.

Se quitó la chaqueta y la colgó en el perchero improvisado junto a la puerta. Las herramientas estaban exactamente donde las había dejado, esperando pacientemente a que él volviera a darles uso.

—Mucho mejor que hablar de flores y estrellas —masculló, encendiendo las luces.

El ruido del fluorescente llenó el lugar, y Gabriel se dejó envolver por la rutina. Tomó una pieza de metal y comenzó a trabajar, dejando que el sonido del martillo contra el yunque borrara cualquier rastro de aquella noche extraña.

Pero no era tan fácil.

A pesar de su mejor esfuerzo, la imagen de Amelia seguía apareciendo en su mente. Su risa, suave y contagiosa. La manera en que hablaba de las estrellas como si fueran viejas amigas. Su mirada serena, que parecía atravesar sus murallas sin esfuerzo.

Gabriel golpeó el metal con más fuerza, frustrado consigo mismo.

—No tiene sentido —se dijo en voz alta.

Pero había algo en ella que se quedaba. Algo que, por mucho que intentara ignorar, ya se había instalado en algún rincón de su mente. Y eso lo enfurecía.

El sonido de la campanilla de la puerta interrumpió sus pensamientos. Gabriel levantó la vista, con el ceño fruncido.

—Estamos cerrados —gruñó.

—Buenos días, gruñón —la voz alegre de Amelia llenó el taller.

Gabriel se quedó inmóvil por un segundo antes de soltar un suspiro pesado.

—¿Qué haces aquí?

—Pasaba por aquí y pensé que tal vez necesitarías compañía. Aunque parece que te llevas mejor con tus herramientas que con las personas.

Gabriel cruzó los brazos.

—¿No tienes una floristería que atender?

Amelia sonrió, sin dejarse intimidar por su tono seco.

—Está todo bajo control. Además, pensé que después de nuestra noche estelar, podrías estar de mejor humor.

—Error de cálculo.

Ella soltó una risita.

—Tal vez. Pero me gustan los retos.

Gabriel resopló, pero no dijo nada más. Amelia, con esa calma infinita que parecía caracterizarla, se acercó a una de las mesas y observó las piezas de metal.

—¿Qué haces aquí exactamente? —preguntó con curiosidad genuina.

—Trabajo. A diferencia de otros, no paso el día hablando de estrellas.

Amelia lo miró con una sonrisa suave.

—Quizá deberías intentarlo más seguido. Las estrellas tienen formas curiosas de responder preguntas que ni siquiera sabías que tenías.

Gabriel negó con la cabeza, pero una pequeña chispa de algo parecido a la diversión cruzó por sus ojos.

A veces, incluso el metal más duro no puede evitar ser moldeado por una chispa inesperada.




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